Un asesino hecho a sí mismo, por José Martín Cuesta
Mi asesino vino de abajo, aprovechando el ascensor social de los bajos fondos. Aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron y jamás cayó en el desánimo. Luchó por sus sueños hasta granjearse el respeto de toda la profesión criminal: de las amenazas pasó a los hechos, hasta que no hubo vuelta atrás. Solo sangre derramada. Sangre, sudor y lágrimas… y algún que otro grito desgarrado. Porque duele; cuando te matan de una cuchillada, duele. Y mi asesino lo vio en mis ojos.
Aguamala, por Lluís Bosch
El piso de enfrente lo ocupó una familia extranjera. Un día vi a la abuela centenaria. Nunca vi a nadie más. Les echó una brigada de hombres de Vilnius, rapados. Precintaron la vivienda. Mis vecinos celebraron el desahucio, pero yo escuchaba, cada noche, un susurro en si bemol en el piso vacío. Me decidí a entrar un sábado. Ante el espejo del baño contemplé el rostro de la medusa, las fauces de mi madre empeñadas en tragarse una galaxia entera.
Clic, por Lolita Lagarto
En el suelo, al lado de los contenedores encontré tu fotografía. La recogí y la metí en el fondo de mi monedero. Ahora te tengo aquí, encerrado, casi asfixiado entre tanta oscuridad. La luz te llega a ratos perdidos cuando abro la boquilla del portamonedas. Entonces se oye un grito desesperado: el timbre
áspero y roto de tu voz retumba apenas unos segundos, pero, rápidamente, vuelvo a encerrarte -clic- y dejo de oírte. Ya no te tengo miedo, ya nunca podrás hacerme daño, ¡nunca!