Cuando leo a Perec

Lógica (pati) difusa

 

Abel Speiis, un veterinario militar jubilado, aficionado a descifrar los jeroglíficos del periódico y toda la clase de pasatiempos y adivinanzas, era llamado el ruso por sus vecinos. La culpa del mote la tenía una pelliza que se echaba sobre los hombros durante todo el año. El ruso se dedicaba con especial éxito a los criptogramas. Ganó el primer premio de un concurso nacional descubriendo, en una ininteligible serie de 18 agrupaciones de letras, la primera estrofa de La Marsellesa. La pasión por la criptografía y el enamoramiento persistente por una vecina, la mujer de un comerciante de aceite de oliva, eran sus únicas ocupaciones. Ésta última pasión era conocida por los vecinos, a quienes el ruso pedía consejo sobre cómo declarar su amor a la mujer de otro, una belleza latina que lucía pelusa oscura sobre el labio superior. No hubo manera de convencer al ruso para que le confesara su amor. No se atrevía, «no osaba declarar su llama«.

Georges Perec escribe esta historia de Abel Speiss, inquilino de uno de los pisos del edificio parisiense donde ubica su deslumbrante novela: La vida instrucciones de uso. De Perec está todo dicho, 747.000 entradas en Google lo definen, deconstruyen, catalogan y exaltan.

Yo me quedo con las emocionantes coincidencias que ha generado la novela en mi propia vida. Quizás no soy objetiva,  pero yo diría que en la novela de Perec se ocultan, si no mensajes, sí algunas bromas dirigidas a sus lectores, a ciertos lectores. A una lectora en particular, quizás. Podría considerarse que lo que acabo de escribir es un delirio, algo así como ese trastorno de algunos pirados, convencidos de que los locutores de la tele se dirigen a ellos.

La coincidencia más desopilante ocurrió un día en el cine, acababa de comprar La vida instrucciones de uso, lo tenía en mis manos y leía la contraportada mientras la sala se iba llenando de gente. En la fila y asiento de delante, se sentó un señor con bigote, era bajito, cosa muy de agradecer en esas circunstancias. El señor del bigote sacó de una bolsa de la Librería francesa, otro ejemplar de la novela de Perec, y como yo, empezó a leer la contraportada. Guardé inmediatamente mi libro, avergonzada del qué dirán, sobre todo por compartir los mismos gustos literarios de quien tenía pinta de inspector de aduanas. En aquella época yo tenía una concepción del mundo muy limitada, en Europa había fronteras, aduanas y monedas nacionales. Y llovía mucho más que ahora.