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No me gusta la Navidad. Así, en general. Años de estudio en esta materia me han servido para confirmar que es una fiesta de hipócritas. Comidas de obligado cumplimiento, derroche de consumo y adultos que se comportan como si les faltase un hervor. Por si fuera poco, los que como yo seguimos conservando la cordura, tenemos que soportar que en todos los comercios, de cualquier ciudad del mundo, suenen horribles canciones en un bucle infinito de tortura. Juro que, un año, estuve a punto de cargarme a un dependiente de una zapatería cuando empezó a sonar, por tercera vez para mí en ese día, All I want for Christmas is you de la eterna y millonaria Carey.
Antes de la llegada de la santísima internet y de que me mudara a una isla tan remota que no recuerdo ni el nombre, en el que la palabra Navidad se vivía con un combinado y una buena dosis de vitamina D, tampoco tenía escapatoria posible en el refugio del que fue mi hogar, un pequeño apartamento de una de las ciudades europeas donde sobrevivía. Esos días ni siquiera la televisión me daba una tregua: todas las cadenas emitían las mismas películas sensibleras que te trasladan a las calles de un Nueva York iluminado y nevado, con pista de patinaje incluido; anuncios edulcorados sobre abuelos que echaban de menos a sus familias y que, justo ese día, estas se acordaban de que tenían al yayo en la residencia o en casa solo, y limpiaban su mala conciencia con una cena alta en colesterol; también los niños de mi vecino de arriba participaban en este ágape infernal, preparándose para la siguiente maratón en el país de «me importa una mierda el descanso de mi vecino de abajo».
Por este motivo, permíteme que eleve a la categoría de héroe al protagonista de mi próximo relato. En este caso, no te hablo de un asesino en serie, aunque me hubiera encantado que lo fuera. Solo mató a una persona, pero tan merecido y con un nombre tan importante, que jamás entenderé por qué lo encerraron en un reformatorio.
Conocí a Daniel justo cuando vivía en ese piso europeo. Yo había terminado mis estudios superiores, y mi instrucción como sicario, en aquel colegio francés del que te hablé en mi relato de abril (A las lagartijas les gusta el sol). Aún esperaba noticias de mi Senior y sobrevivía gracias a las propinas que me ganaba como camarero en un bar del centro de la ciudad. Por aquel entonces, mi sonrisa ya se granjeaba la simpatía de muchas clientas, que volvían satisfechas al local. Mi jefe, un hombre de aspecto embrutecido y carácter serio, celado por mi éxito con las féminas del barrio, estuvo a punto de despedirme, pero desde mi llegada a su bar la caja siempre rebosaba. Así que optó por cargar su frustración colocándome los peores turnos.
La mañana de Navidad yo estaba de muy mal humor. Las mesas se iban llenando de familias con niños repulsivos y sus respectivos regalos de Papá Noel. Pistolas de balines de corcho, pinturas de acuarela, chuches pringosas y toda suerte de cochecitos y pelotas que convertían aquel castigo en algo insoportable y la cara de mi jefe en una auténtica fiesta de la venganza. Cuando un niño me disparó una flecha de plástico a la cara, decidí entregar el delantal y vivir bajo un puente, si era necesario. Entonces llegó Daniel. Era un niño de unos once años, de pelo y mirada negros como el carbón. Llámalo intuición, pero se notaba a la legua que aquel chaval era tan pro Navidad como lo era yo. Sus padres eran una pareja a la que no había visto nunca, de aspecto avinagrado y carácter rudo. Él saludó a los ocupantes de la mesa de al lado explicándoles el largo viaje del que acababa de llegar. Ella llamó al niño por su nombre lamiendo hasta la última ele.
Cuando me acerqué a su mesa, el chaval apretaba con intensidad un osito de peluche que daba bastante asco: oreja quemada, pelo sucio y había perdido un ojo en alguna batalla.
—No somos capaces de quitárselo —se excusó su madre.
—¿Se lo puede creer? Con los regalos taaan caros que le ha traído Papá Noel y él prefiere a ese andrajoso. Hay que tener mala leche —me soltó el padre.
Miré al chico y este clavó su barbilla en lo que me pareció el único amigo que le comprendía.
En ese momento, entró un tipo vestido de Papá Noel. Tocaba una ridícula campanita y se dirigió directamente a la mesa de la familia de Daniel, ante las protestas del resto de críos. La cara de terror del pequeño me puso en alerta. Este miró a su madre con rabia y ella se ruborizó. El padre aplaudía como un imbécil y el tipo sonreía a la mujer. Daniel enrojeció. Le dio la vuelta al osito y bajó la cremallera trasera en la que había escondido un cuchillo. Lo blandió con la fuerza de un toro y se lanzó al cuerpo del barrigudo al grito de: «Así, así, házmelo otra vez, Santa».
Fue imposible detenerlo. A los pocos segundos el tipo estaba muerto y los gritos de las familias se convirtieron en la única música del bar. El padre de Daniel dejó de aplaudir y la mujer se puso a llorar. El rostro manchado de sangre del chaval reflejaba una alegría como nunca he visto.
Esa noche recibí un mensaje de Senior y me despedí de mi jefe y de la Navidad.
Consejo número nueve: Asegúrate de que tus hijos duermen cuando le abras la puerta a Papá Noel o a los tres Reyes Magos. La Navidad, bajo una sombrilla y escuchando a Los Rolling Stones se disfruta mucho más.
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