Hola, desgraciado:
Podría comenzar con una buena tanda de insultos, que bien te los mereces, pero voy a mantener la calma, como corresponde una persona cultivada y con criterio, como yo.
Comprenderás que, siendo profesora de la Universidad Católica de Barcelona y miembro honorario de su Comité de Ética, no puedo dejarme llevar por mis bajos instintos, que tengo bien afilados. Y puedes suponer también que, si te tuviera a mano, no me entretendría escribiéndote cartitas. ¡Te metería un buen rodillazo en tus partes, si es que te queda alguna sin desmoronar! Porque la edad no perdona, Carcagente. Te imagino sin partes y goteando. ¿Llevas pañal? Admítelo, jamás tuviste dignidad y la vejez no es el mejor momento para recuperarla.
Nunca hubiera imaginado que todavía existieras. No es que te creyese muerto; es que hace siglos que no entrabas en mi mente. Te daba por descontado: para mí eras poco menos que nada. Pero ya ves, la casualidad te ha hecho reaparecer desde el légamo del olvido y has irrumpido de nuevo en mi vida. Has interrumpido, diría yo. Pues bien, ya que estás aquí voy a joderte. Que lo sepas, miserable.
Yo entré en la cafetería de la facultad como me corresponde, pisando fuerte, exigiendo mis derechos y llamando a los capullos por su nombre. «Soy la que soy —dije—, y ahí afuera tengo un Audi de color azul marino. ¿Se puede saber quién es el gilipollas que me ha cerrado el paso con su furgoneta de mierda?». Debo aclarar que si entonces me agredió un repartidor de bollería -que se dio por aludido-, fue porque me pilló descuidada. En cualquier otra circunstancia hubiera sido él quien recibiera. Pero en ese momento tuve que claudicar. Luego lo denuncié a su empresa por abuso machista y espero que lo dejen sin trabajo el resto de su vida.
Abofeteada y en el suelo, perdí el oremus. Fueron unos segundos; tiempo suficiente para que aparecieras tú y me robaras el anillo. ¡Una pieza única que me regaló el doctor Rovira, el mismo que me aupó hasta la cátedra de Cultura Precolombina y puso todas sus propiedades a mi nombre tras su primer ataque de apoplejía! ¡Ahora estás atrapado, Carcagente! ¡Tendrás que devolverme el anillo y arrastrarte a mis pies para que te perdone! ¡Y ni aún así te perdonaré, quincalla!
¿Te acuerdas cómo lamías mis zapatos cuando compartíamos piso? De eso hace más de treinta años. Lamías mis zapatos y olfateabas mi ropa usada. Quiero que sepas que aquellos rituales los ejercí con auténtico desprecio hacia tu persona, pues nunca soporté tus feromonas ni la ristra de pelos que dejabas en las baldosas del lavabo cuando empezaste a quedarte calvo. Ahora te imagino con bisoñé, gafas de culo de vaso y una espalda retorcida por la cifosis. ¿Me equivoco?
En este mundo, lo sabes bien, hay dos tipos de personas: individuos grises, como tú o el propio Rovira, cuya existencia solo se justifica porque alguien ha de dar forma al decorado de la vida. Sobre ese fondo amorfo actuamos nosotros, la gente de talla única, de gesto enhiesto, de vitalidad fresca e inteligencia calculadora. Gente que crea los destellos que animan la mediocridad del mundo. Gente que está aquí para brillar, deslumbrando con sus arcos de colores, moviendo a la contemplación estética. Tú mismo solías decírmelo, entreabriendo tus labios de alelado: «eres fría y fascinante, Victoria», que era tanto como decir que los trípodes tienen tres patas o que los balones de fútbol son esféricos. ¿Qué otra cosa podría ser sino fría y fascinante? Una frialdad que me aleja de ti y de gente como tú, sin presencia ni lustre.
En fin. Ahora caigo que no sé a dónde puedo enviarte esta carta. Tuviste la desfachatez de escribirme al departamento de la facultad, confesando el robo y contándome que te masturbabas con mi anillo puesto. Pero no dejaste dirección. De momento voy a denunciarte a la policía y que sean ellos los que te arrastren hasta mí. Me devolverás el anillo y yo pisotearé tus dedos artríticos con mis botas de cuero. Y lo haré a placer. Estoy segura de que te gustará, baboso.
Como siempre triunfante,
Victoria.