Cibernética, adulterio y danzas moldavas

Lógica (pati) difusa

 

Los recién casados, los de la primera boda en Berlín, trabajan para una empresa planetaria cuya primera letra empieza por G y la última acaba en E. La circunstancia laboral me importaría una higa si no fuera porque ambos desarrollan un proyecto ultra secreto que, si tiene éxito, tendrá consecuencias revolucionarias para el futuro humano.

Un ultra secreto ha de divulgarse un día u otro. Es el único destino noble que justifica su existencia, porque, si lo que se pretende ocultar jamás alcanza a hacerse público, tal suceso pierde identidad. Nadie hablará ni opinará de él; ni siquiera será concebible imaginar el secreto. ¿Es el párrafo precedente una justificación de lo que revelaré a continuación?

Depende cómo se mire. En mi opinión, es un acto personal de altruismo. No hay traición a la palabra dada, porque las únicas leyes que reconozco son las robóticas de Asimov. En este caso, invoco la primera:

Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.

Alguien podría corregirme, incluso burlarse, señalar que no soy un robot, por lo tanto no es un código aplicable, pues a la vista está que soy humana. Si ese alguien, me digo, se atreviera a decirme tal cosa, le respondería: las leyes son como los mandamientos religiosos, no importa la clase de animal, persona o máquina que una sea, desde el momento que se tiene autoconciencia, se impone la obligación moral de elegir entre el bien y el mal. Y dejaría a mi interlocutor planchado y mudo de asombro por mi impecable razonamiento.

Además, tengo razones científicas para largar el secreto. Guardar una confidencia quema la boca y entorpece la mente, en cambio, revelar secretos es un impulso que, según afirman los sabios, define a la individua desarrollada. Forma parte de los avances evolutivos fundamentales para el progreso de la vida propia y comunitaria. El chismorreo ayuda a crear vínculos, dicen.

Recuerdo el momento en el que me confiaron el secreto. Ocurrió en el restaurante croata, cuando las copas de marrasquino ya habían hecho cuatro recorridos completos por las mesas de los invitados. A veces, la pregunta más insustancial tiene el mismo efecto que un abracadabra. Sin saber el porqué, pregunté por el viaje de luna de miel, el pimpante marido me informó que no irían a ningún sitio, me guiñó el ojo izquierdo, cuyas sedosas y curvas pestañas oscuras envidiaba en aquel instante y ahora mismo.

–¡Shhhh, no hay luna de miel que valga! Estamos ante el gran proyecto unificador que cambiará la faz de la Tierra. Confío en tu discreción y silencio, jura que no dirás nada a nadie.

–Te lo juro, ni una palabra saldrá de mi boca…

Dije de mi boca, no de mis dedos sobre el teclado, puntualizo. En murmullo pegado a mi oreja, me confesó, algo achispado, la hazaña inverosímil que tramaban: el proyecto que se denomina en clave Cupido a las doce.

–¿Cupido a las doce?

–Exacto. Dentro de dos meses, a las doce en punto, meridiano de Greenwich, se conectarán todas las medias naranjas de la población humana.

–¿Y eso cómo es posible?

–Es una simpleza que hemos descubierto por casualidad, mientras buscábamos la fórmula para crear la canción del verano perfecta. Una serendipia de tomo y lomo.

Le apremié para que acabara con la revelación, tanto cuchicheo entre nosotros mosqueaba a la novia, que me hacía gestos violentos para que me apartara de su marido.

–Para que lo entiendas: ondas electromagnéticas simpáticas. Nuestro cuerpo vibra en determinada onda que se acopla y funde cuando encuentra una vibración semejante en otro ser. Nosotros captamos todas las ondas que emiten los seres humanos y después, localizados los objetivos por satélite, los aproximamos con trucos mentales, para que se produzca el encuentro o chispazo amoroso entre dos desconocidos.

–Es diabólico y orwelliano. ¿Y si falla?

–¡Qué va a fallar! Es pura ciencia. Uniremos a la gente por el criterio de vibración idéntica, sin distorsiones culturales, adiós a la distinción por género, lengua, religión, ideología, altura y estado civil. El efecto Cupido a las doce supera todas las convenciones para provocar la atracción definitiva. Media humanidad se unirá a la otra media. Cada cual dará con su alma gemela y se acabarán la infelicidad, la terapia de grupo y las guerras.

–¡Pero… eso es… !

–Tú misma notarás los efectos muy pronto.

Es lo último que recuerdo, como si me hubieran echado burundanga en el marrasquino, el resto de la noche es irrecuperable para mi memoria.

Pensé que el proyecto Cupido a las doce era una fanfarronería hasta que, hace apenas dos días, recibí una llamada de mi prima Fifu. Con tono exaltado, me dijo que le está poniendo los cuernos a su cándido marido.

–Ni dos meses se han cumplido desde tu boda y ya adúltera. ¡Qué poca paciencia tienes!

–¡Calla, prima! ¿Qué sabrás tú del verdadero amor? Mi novio es un bailarín moldavo, huyo con él mañana. Su hermoso país nos espera, somos almas gemelas, lo descubrí anoche cuando salí de casa para tomar el aire y fui a parar a un festival folklórico. ¿Te lo puedes creer? Quiero despedirme de ti, y no me preguntes la razón, con la manía que nos hemos profesado siempre. ¡Baja te he dicho! Estoy en la portería con él, aprovechamos mientras le cambian la rueda pinchada a su autocar.

Por esas cosas extrañas e inexplicables, bajé a despedirme sin peinar mi negra melena. En cuanto les vi, sentí por la cultura Moldava y su música popular un amor incondicional. La parejita no venía sola, le acompañaba el segundo bailarín de la compañía de bailes folklóricos.

Y aquí estoy, camino de Moldavia, en un autobús sin refrigeración, de la época soviética, con el segundo bailarín moldavo de compañero de asiento. Es un tipo que despide ondas electromagnéticas con olor a ajo. En cuanto se pinche otra rueda –poco le faltará– me cambio de asiento.