La mirada de Humphrey Bogart en Casablanca, de Michael Curtiz (1942).
Sin la mirada el cine no existiría, como no existiría la pintura. Pero la mirada no es unidireccional; a la del director/a se uniría la del intérprete en la pantalla, y después la del espectador que la asumiría a partir de su propia experiencia vital. Por una mirada una película explota en nuestras neuronas, por una mala mirada todo el montaje se desmorona. Por una mirada recordaremos toda la vida a Antoine Doinel, por una mirada la vida de Florya no volverá a ser la misma. Una mirada en un espejo y tendremos a Tarkovski, una mirada a través de un cristal con sus reflejos basta para convertirse en imagen icónica de la historia del cine aunque muy pocos sepan quién fue Maya Deren y menos hayan visto Meshes of the afternoon. Con una mirada compartida sabremos que el matrimonio Joyce, después de tantos desprecios, tanta separación, tanto daño gratuito, se seguirá queriendo; con una mirada de Michael a Fredo sabremos que el futuro de éste ha sido decidido. Una buena mirada en el cine lo puede suponer todo, y conseguir mirar por encima del argumento o de la palabra, una manera de disfrutar cualificada.
Ya cantaba Gardel que por una cabeza todo cambiaba, y sabía de lo que hablaba, por una cabeza lo perdía todo el sábado en el hipódromo y el lunes volvía al estudio con nuevas canciones para cobrar y volver a apostar. Por una mirada una película se hace grande o desaparece. Por eso ahora voy a tratar de contar una película a base de las miradas de sus protagonistas. Mirando a los ojos de los actores podemos olvidarnos del cartón-piedra del decorado, de los arquetipos coloniales, de un guion bastante mejorable que se ha salvado en el recuerdo a base de frases que, pese a sonar imposibles en un diálogo entre personas, se han grabado en nuestra memoria como si lo hubieran sido con cincel y martillo en una roca. Porque si los actores de Casablanca no hubieran sabido mirar para crear personajes con alma, ni la película se hubiera convertido en un mito ni su argumento dejaría de ser hasta cierto punto risible. En las miradas de Rick, Ilsa, Viktor, Renault, Strasser, Ferrari, Ugarte, Carl, Yvonne, Sam o Sascha está el centro neurálgico del recuerdo que mantiene viva una película filmada en tiempos de guerra, a medio camino entre lo propagandístico y lo cursi, pero a la que los actores proporcionan tanto valor con sus miradas que, pasan las décadas, y ahí sigue, imperturbable en el Olimpo de los mitos.
La mirada de Rick sobre un vaso de whisky, cuerpo empequeñecido por la bruma del recuerdo doloroso, no puede reflejar mejor el pasado de una persona que aún no lo ha superado, como la mirada del fiel Sam en la distancia, es la mirada del miedo al comportamiento futuro del jefe-amigo. Esa mirada vidriosa y tensa es la continuación a la mirada del reencuentro inesperado entre Rick e Ilsa, la mirada del rencor y la vergüenza, de la traición que estaba dormida y de la sorpresa fatal que vuelve a colocar a la mujer en la disyuntiva de elegir cuando lo cómodo habría sido poner distancia y olvidar. Un hombre y una mujer se miran y no hay resto alguno de pasión, sólo hielo, dolor y rabia en Rick, paralización, turbación, pasado no resuelto en Ilsa, y ante ellos, la mirada de Viktor. La mirada de Viktor es diáfana, ante la reacción entiende la existencia de una historia oculta para él. Su mirada no cambiará, es la mirada de la persona con ideales inquebrantables, el visionario capaz de sacrificar vida o pareja con tal de no abandonar ni por un momento el camino marcado por su moral jansenista.
Es la mirada de un triángulo, no simultáneo, aquí no vale decir lo de Aute, “o nos organizamos los tres, si puede ser”, sino un triángulo que ha de resolverse porque nadie está dispuesto a compartir. La guerra es una excusa argumental, como la historia de los salvoconductos es un macguffin de opereta para cualquier película mínimamente seria, porque Casablanca sólo es una historia de amor múltiplemente infiel e inconstante, a la que el censor de la época añade excusas morales para que el personaje femenino no aparezca demasiado voluble, demasiado caprichoso, demasiado inconstante. La mirada de Rick e Ilsa va cambiando según pasan los minutos, no así la de Viktor, a quien el mensaje político nubla la mirada hacia lo personal. Víktor sabe lo que quiere, pero no hará nada por convencer a otro sobre lo que tenga que hacer a nivel personal; a cambio, las miradas de la pareja se transforman en duda y deseo, culpa y peligro, pasado y futuro.
Tres personajes centrales que necesitan a su alrededor más miradas, las de los secundarios, la altiva, autoritaria, peligrosa de Conrad Veidt en el papel del Mayor Strasser; la mirada cínica, arribista, corrupta del Capitán Renault, el típico personaje que sabe percibir qué aire sopla más fuerte para orientar su presencia hacia esa sombra; la mirada fiel, servil, sumisa pero no exenta de esa valentía de los cobardes del camarero Carl; la mirada caprichosa y frívola de Yvonne que sólo el paciente, y enamorado, Sascha sabe soportar. La mirada ladina, rastrera, húmeda de reptil peligroso y adulador de Ugarte, una mirada que tiene que bajar al suelo cuando se atreve a insinuar a Rick que, en el fondo, les mueve la misma intención. Es una película de miradas que tiene que concluir con un vis a vis a corta distancia entre la pareja de enamorados imposibles: en esa mirada se dicen todo aquello que saben pero que no van a llevar a cabo. Mientras, el tercer elemento del triángulo ha decidido, como ya hizo nada más llegar a la ciudad, que no quiere ver. Su mirada se dirige hacia delante, hacia ese avión imposible que va a alejarse en la noche destino a la libertad, sin mirar hacia atrás y dejando que cada persona escoja libremente su futuro. Dos personas hasta entonces antagónicas se alejarán en la noche para perderse en la niebla, dos personas que ahora no se miran a los ojos porque la amistad necesita tiempo y confianza. Espero que el primer chapuzón en esta su charca sea el inicio de una gran amistad.