Fue un atardecer de invierno cuando conociste a Nadie. Estaba sentado en un banco, encogido por el frío, tú te sentaste a su lado y le pusiste una prenda de abrigo en los hombros. Estuvisteis un par de horas uno al lado del otro sin apenas cruzar palabra.
Cuando te fuiste, él se quedo allí sentado y aún recuerdas su mirada perdida en la lejanía.
Regresaste una y otra vez a ese lugar, pero nunca lo volviste a ver. Por algún motivo aquel encuentro te conmovió y no has logrado olvidar ni su figura perdida entre la niebla, ni el silencio que le rodeaba.
Todo hacía pensar que no volverías a encontrarlo más y decidiste que a partir de aquel día le escribirías cartas.
Desde entonces, cada mañana antes de ir a trabajar depositas una carta en el buzón de la esquina con la esperanza de que algún día te conteste. Cada día ideas una dirección nueva, una calle y un número al azar.
Le escribes cosas que no has expresado nunca, y lo haces con la libertad con que hablarías a un desconocido que te encuentras en la calle o en un tren y a quien no verás jamás.
Ojalá alguna carta llegue a sus manos, como el mensaje de un náufrago a la orilla, aunque sabes bien que tus cartas nunca alcanzarán su destino, porque Nadie, haciendo honor a su nombre no existió jamás.
No dejas de preguntarte quién sería ese hombre tembloroso de frío que encontraste un día en la arboleda y del que apenas recuerdas el rostro, tal vez fue solo una sombra que se cruzó en tu camino.
Tantas veces fuiste a aquel banco esperando encontrarle, tantas veces regresaste a casa cabizbajo y triste, que ya ni te apena saber que ese banco estuvo siempre vacío, y que Nadie eres tú.
Ilustración de Max Uhlig.