Cariños de ascensor

Las horribles historias de Sileno


Llevamos ya muchos años jugando al dominó los jueves por la noche en el bar de Braulio. Hasta hace poco éramos cuatro, pero con el accidente vascular de Raúl —es un decir— nos hemos quedado en trío. Tengo que hablar con Ginés para que lo sustituya y, mientras tanto, jugar al siete y medio, donde cada uno va a lo suyo. La cosa no está mal si eres avispado porque, cuando ganas, no tienes que repartir.

Hace unos días me interpeló la mujer de Raúl en la calle y me habló de su marido, el pobre. Por lo visto, tras el ictus se ha quedado un poco a medias, con la parte derecha paralizada y sin autonomía. Y ella, ya ves, me dijo, de burrito de carga, saliendo a comprar, limpiando, cocinando y oficiando de enfermera. Así que me pidió, por favor, que pasara a visitarlo alguna vez, porque, insistió, el pobre Raúl necesita cariño. No lo dudo. Yo también necesito cariño, y eso que a mí no me ha pasado nada.

La pareja vive en un sexto piso de un bloque como el mío, con la particularidad de que la comunidad ha decidido cerrar con llave el portal para evitar injerencias. Así que cada vez que alguien llama a la puerta, el propietario tiene que bajar con la llave. Eso sucedió la semana pasada cuando fui a visitar a Raúl. Avisé por el interfono y bajó su mujer, Delfina, para abrirme. Aquella tarde llevaba el baby y las zapatillas de ir por casa, y olía a fritanga, pues la debí pillar preparando la cena. Sin embargo, nada de lo que llevaba puesto, su despeinado natural o aquel olor a calamares le restaba un ápice de voluptuosidad. Delfina siempre ha merecido y merece mi atención. Aquel día pude olerla en exclusiva mientras subíamos en el ascensor.

Raúl está un poco ido, la verdad. Delfina lo tiene todo el santo día sentadito en un sillón, mirando la tele. Allí mismo lo empapuza con purés y vasitos de gelatina hasta que llega la hora de echarlo a dormir. Raúl no sonríe, tampoco se queja. Así que la convivencia con él no es muy distinta a la que te brinda un gato viejo o un florero. Le conté cuatro cosas del dominó, del siete y medio y de los amigos, pero no me hizo ni caso. Él, pendiente de los toros y del boxeo. No sé si es que no se entera o que no sabe expresar ese cariño que, según Delfina, tanto necesita.

En mi opinión, la que está necesitada de cariño es Delfina. Es natural: una mujer como ella, tan vital, con un marido tan impedido, necesita ganarse el aprecio como sea. Eso también me pasa a mí, que no tengo ni perrito que me ladre.

Cuando me despedí de Raúl, Delfina bajó conmigo para abrirme la puerta. Su ascensor es opaco, no como los que he podido ver en otras fincas, que son acristalados, discurren entre rejas y te roban intimidad. En su ascensor, Delfina puede suspirar, humedecerse los labios, susurrarme marranadas, ceñirse a mi cuerpo y dejarse lamer el cuello mientras llegamos a la planta baja. Obviamente son cariños de ascensor, sin maldad alguna, que ella agradece y a mí me dejan a medias. Si en lugar de vivir en el sexto viviera en el décimo, la cosa podría salir mejor.

He tomado la costumbre de visitar a Raúl día sí y día no. Es de buena vecindad hacerle compañía de vez en cuando. A veces le llevo un periódico deportivo, unas natillas y, desde luego, noticias de los amigos, para distraerle de tanta televisión y tanta inmovilidad.

Delfina, agradecida, se deshace conmigo en cariños de ascensor, tanto a la subida como a la bajada. Como sucede en el siete y medio, cada uno va a lo suyo. Ayer mismo hicimos una parada furtiva entre dos pisos y nos comimos unas natillas. No sé quién se las acabó primero. Raúl se quedó sin su ración, pero ya me dijo su mujer que él prefiere merendar gelatina.