Por un ataque súbito de “intemperiedad” he vuelto a oler, dos años después, la última colonia que, en vida, usó mi abuelo. En 2017, tras otra pulsión insuperable, escribí tras la experiencia un texto, este que acompaño, no sin pudor ni miedo: «Cambiar de colonia a los 85 años es tirar la llave de la casa a la que no has de volver».
Mi abuelo dejó de usar su Brummell clásica el día exacto en que murió mi abuela. Hundido como estaba, perfumó su orfandad con un frasco de Yacht Man. Azul inabordable, ese frasco en desuso quedose a medias cuando él se fue. En primavera. Tardó un mes, muerto en vida, en irse tras mi abuela.
En estos siete años que hace que no está, no había vuelto a oler esa colonia desanclada. Cuando entraba al lavabo y la veía allí, silente en la vitrina, consolaba mis ojos con un silencio ecuánime color cyan solemnidad. Confuso o desolado, barría con los ojos la caja blanca de su dentadura postiza, la crin dormida de su brocha de afeitar, me secaba la cara y soslayaba el frasco de regreso al hogar.
Hoy me he atrevido a oprimir el dosificador sobre una muesca muda de papel higiénico. Los siete años sin él se han precipitado como debe hacerlo el tiempo cuando se hace añicos un reloj de arena.
¡Cuánta vida encierra una fragancia fugaz! ¡Qué poca cosa somos!
George Brummell fue dandy, dandy y aristócrata; ministro de la moda en la “jorgista” Inglaterra “Regencial”. Alcanzó el fulgor y murió de sífilis (totalmente enloquecido) en un asilo francés de caridad pública. El del Bon Saveur de Caen. Corría el año 1840.
Mi yayo murió en casa el mismo día en que murió mi abuela. No apreciamos su muerte, porque al defenestrar la vida supo disimular, de ipso facto, el hiriente olor de la cadaverina. Cambió de perfume.
No fue dandy, sí albañil, campesino, pastor, una enorme persona. Como mi yaya Fina. Se llamaba Vicente y escribía versos; una vez lloró leyendo los míos. Hoy he llorado al rimar su “Yacht Man” con la ausencia: esa sombra de espuma que deja la nostalgia (como barco en la mar) en la pituitaria olfativa de mi cabeza rota.
Mi prosa y el perfume han cruzado los dedos de sus manos amputadas y adjuntas a una paloma insobornable, se ha comido el grano de la vida en mi vértigo. He escrito un poema para el libro que ahorca mi psiquismo desde hace siete años. De niño, cada día perpetraba unos versos; ahora que soy viejo los versos son remotos y perpetran mis años.
Las palabras de hogaño son aromas vivos en el cuello de un abuelo muerto. Si fuese poeta, podría devolverles la vida a mis abuelos, así como Canetti se exigió, siendo crío, detener la guerra.
La guerra y la vida son guadañas rupestres.
Escribo para nadie: ese señor Nadie destila la lavanda del Siempre.
Siempre es un frasco azul de colonia. Un beso, a veces.