De la Ciudad Perfecta al Hombre-Máquina
El presente nos oprime en nombre de un futuro quimérico.
Octavio Paz.
Mientras completo una ronda amplia de lecturas sobre el tema de las Distopías y obligadamente de sus predecesoras (las Utopías), no evito el tratar de entender la realidad que me rodea más allá del aparato de propaganda que en las sociedades democráticas — las llamáis así— tiene como misión guiar a la opinión pública. Cada día tengo más claro que vivimos en un mundo de esclavos, dirigido desafortunadamente también por esclavos. Otros esclavos, pero esclavos. Ni Roma, ni la Grecia antigua eran así y cuando comenzaron a serlo se desvanecieron en el aire convirtiéndose en ruinas. Como señala Pedro Sánchez Paredes en un relato publicado en un excelente trabajo sobre la ciencia ficción en España, con más de cuarenta años a cuestas, «en un mundo de esclavos la esclavitud puede ser tranquilamente abolida por innecesaria».
Resulta entonces menos paradójico y por ello más significativo entender que haya sido en Arabia Saudí donde ha sido declarado ciudadano del Reino, por primera vez en la historia humana (al menos la reconocida), una “mujer automática”. Un androide llamado “Sofía”. El mundo occidental ha asumido esto como asume todo lo demás, mascarillas incluidas. Las tragaderas del esclavo son ilimitadas y la ausencia de prudencia del esclavo a cargo de la dirección, hoy del globo terrestre aunque por poco tiempo, es ilimitada. Señalar pues que ya hemos entrado en esa zona del devenir histórico que auguró, entre otros, Berdiaeff (1874-1948): «uno de los peligros de nuestro tiempo es incorporar la utopía a la realidad».
El totalitarismo y/o la planificación científica de la sociedad son dos formas no excluyentes de manifestarse el fenómeno distópico. En un pasado lejano aunque asumido, nada accidentalmente contemporáneo al descubrimiento del Nuevo Mundo, la utopía se planteó en su origen como género literario de corte bastante imperfecto desde el punto de vista estético; insinuándose en ello, entonces también, su condición de “modelo para armar”. La comparación de lo real con lo posible, así como la denuncia de las condiciones éticas de la comunidad, forman parte de su ser más íntimo y de su recetario. Pero no olvidemos que «cosas que suenan bien cuando se leen —como señala lúcidamente Ignacio Gómez de Liaño en su última obra de muy recomendable lectura[1]—, pueden causar mucho daño cuando se hacen».
Curiosamente fue España, tan demediada en su memoria histórica por élites crepusculares que aún gestionan su descomposición, la que —a pesar de que muchos no le reconozcan aportaciones significativas al género utópico— primero aplicó las ideas de Tomás Moro (1478-1535) a la realidad del otro lado del océano a través de los hospitales creados por el obispo Vázquez de Quiroga (1470-1565). Seguramente hay un hilo que une a Cristóbal Colón (1451-1506) con Cervantes (1547-1616), no menos eficaz y secreto que el que llevó al genovés a descubrir el Nuevo Mundo. Entendemos pues perfectamente que tumben sus estatuas los impostores “especulativos” que lo hacen.
Más tarde los jesuitas con sus “reducciones” en el país guaraní, allá en las junglas de Sudamérica, serán quienes de manera acompasada configurarán un orden duradero y novedoso durante ciento cincuenta años. Orden que no resulta en modo alguno erróneo considerar ejemplar, dadas las circunstancias y los recursos con los que se contó para su realización. Orden en el que muchos vieron la transposición de los principios “solarianos” de Tommaso Campanella (1568-1639) al Nuevo Mundo.
La idea de que el mundo está en peligro y necesita ser salvado y regenerado tiene procedencia religiosa, vinculada a los monoteísmos y a sus referencias al Fin de los Tiempos y la Era Mesiánica. Secularizada esta noción animó la formación y despliegue de los estados nacionales, otorgando un sustrato mítico legitimador para sus acciones. Hoy se recicla en formato de simulacros azuzados por grupos transnacionales (“megatrusts”): falacias como “el cambio climático” o “la lucha contra la pandemia”.
En un mundo supuestamente sin mitos, que renuncia explícitamente a los “grandes relatos” y donde la ciencia-ficción ha ocupado el lugar de las viejas historias —muchas de ellas de carácter religioso— que daban sentido a las sociedades y a las vidas personales de sus miembros, este género literario, él mismo sujeto en la actualidad a procesos muy intensos de transformación, se ha ido convirtiendo como ya intuyó en su momento Núñez Lavedéze en un marcado esperpento de la utopía[2]. Ya eran esperpentos utópicos muchas de las producciones de ciencia-ficción procedentes de países totalitarios como la Rusia soviética.
«La verdadera utopía en nuestro tiempo —continúo con el autor citado que recuerdo nos habla desde una distancia de más de cuatro décadas— está en la realidad y en la marcha de los acontecimientos». ¿Utopía o Distopía?
Hoy la nueva Torre de Babel es ingentemente plana, similar a una pista de Nazca: un colosal “crop circle” de dimensiones planetarias. El año 2020 ha contemplado no solo el simulacro de una epidemia procedente de un error, intencionado o no, ocurrido en un laboratorio de la China comunista. País que no ha dudado en utilizarlo eficazmente contra las potencias occidentales, en un ejemplo claro de su especialidad: la guerra asimétrica. Epidemia convertida, por el fiat de un vendedor de software con suculentas inversiones en la industria farmacéutica y una ineficaz burocracia transnacional (OMS), en pandemia. Un evento cuidadosamente fabricado que arroja a la Humanidad contra las cuerdas.
También ha sido testigo 2020 de tres lanzamientos espaciales con sofisticado material robótico, con el propósito de explorar el cuarto planeta: la estrella roja. Fue H.G. Wells (1866-1946) el auténtico renovador del concepto de Utopía e inventor de distopías muy significativas. Algunas nos atañen muy de cerca, por ejemplo: La guerra de los mundos, donde Marte ataca la Tierra y destruye sin problemas, por su superior tecnología, la civilización humana; sólo para perecer poco después victima de unas bacterias. Los marcianos han debido tomar cuenta del asunto; llevamos contándoselo todo desde la aparición de la radio, y han decido tomar precauciones convirtiendo el planeta en seguro para ellos, derivando la vida social global, ya sintonizada en la frecuencia de la Granja, hacia los parámetros de un hospital militar. Orson Welles (1915-1985) en su emisión hertziana de la obra de ficción (?) generó un gran pánico, como ahora hace descaradamente con el bóvido humano medio el aparato de comunicaciones dominante. El futuro ya no es lo que era ¿O sí?
Jorge Uscatescu (1919-1995) señalaba que «la utopía volvía a florecer entre nosotros a través del contacto con seres de otros planetas». Stephen Hawking (1942-2018) nos avisó antes de morir de que si se daba ese contacto sufriríamos el mismo destino que sufrieron los habitantes del Nuevo Mundo ante la llegada de los europeos. Los científicos insisten en que el extraño objeto cósmico que atravesó el sistema solar hace unos meses a una velocidad inusitada (Oumuamua, “mensajero” en hawaiano) sea probablemente un artilugio exploratorio venido de una civilización extraterrestre. ¿Los restos del naufragio de un planeta convertido en pedazos?
«Cabalgamos sobre el siglo XXI como Don Quijote a lomos de Clavileño». Ignacio Gómez de Liaño.
[1] Ignacio Gómez de Liaño: Filosofía y ficción. E.D.A. Libros (Benalmádena, 2020).
[2] Luis Núñez Lavedéze: Utopía y realidad. Ediciones del Centro (Madrid 1976). Este libro, subtitulado La ciencia-ficción en España, contiene, además de un suculento ensayo, entrevistas a diversos escritores españoles de la época y varios textos literarios breves. Uno de ellos es el citado en este artículo: Viaje por el universo de las utopías.