Me desperté tumbado en un ring. Con la boca en el suelo. Sobre un charco de… ¿sangre? Un griterío ensordecedor reverberaba los latidos del corazón.
Me levanté de un salto. Y volví a la lona. Tras una andanada de golpes que no recuerdo de dónde cayeron llegue a la posición inicial. Más o menos.
Ahora estoy tranquilo. Cómodo. En lo que parece ser un hospital. Y que, sin embargo, no lo es. Me envuelve una luz agradable y llena de susurros musicales. Extraña. No parece emitida desde ninguna fuente que yo pueda distinguir. Y de eso entiendo.
Estoy recostado. Con un generoso ángulo de ciento treinta y siete grados. En un sillón o cama que se adapta a mi peso e intención.
Ante mis ojos flotan imágenes y… ¿letras? Indescifrables. Son como si estuviesen escritas en taiguanés con caracteres cirílicos. Algunas parecen vídeos en tres dimensiones, pero hay que concentrarse mucho para seguirlas. Decido ignorarlas.
Me gusta una especie de ventana de colores. Es muy grande. Estoy seguro de que no entiendo absolutamente nada de lo que veo, pero me hipnotiza. Me río mucho. Sin saber muy bien de qué.
Esta tarde vi lo que creí un documental. Sobre el águila culebrera. Me quedó grabada en la mente la imagen de un contraluz. Una silueta del pájaro majestuoso con su presa en el aire. Sssss.
Ese aire se detiene. Frente a mí, rodeado del griterío enloquecido, un tío como un armario, con guantes verdes. Debo de tener la apertura de campo de mi visión dañada. Porque lo ocupa todo. De hombro a hombro. Lo veo tensar el brazo. Un tronco de castaño. Y articular un gancho de libro. Y de libro lo recibo. Con cierta admiración. A veces me sorprendo a mí mismo.
En estos episodios que padezco, me parece que se mezcla el tiempo. Sí, por detalles. Esta vez la vi venir con claridad. Nítidamente. En todo su esplendor.
Entonces pienso: debió de ser la primera caída. Porque el suelo está limpio de sangre. Mira, ahora aparece. Tenía yo razón. Efectivamente.