Justo ahora que he sido atravesado por esta epifanía de salón, justo ahora que he recibido el mandato, la arcana orden, de desembarazarme de todas mis botellas de whisky, acaba el verano y ya no puedo disfrutar del espíritu líquido de aquellas expuesto al alto sol. Para consolarme, esto lo percibo como un giro afortunado que el equinocio propicia, pues sufriré menos si no cuento ya con la luz que hace posibles mis juegos con los reflejos estivales en la pared. ¡Alabado sea el nuevo mandamiento que cumpliré!
Ahora que comulgo con el mandato de desprenderme de mis tesoros me intento convencer de que regalar alcohol de alta graduación en los meses previos al invierno tiene mayor sentido y de que será un gesto mío digno de gran aceptación, pues el otoño nos asimila a las ardillas canónicas que hacen acopio de calorías para sobrevivir durante la estación más hostil. Mis presentes, altamente caloríficos, serán aceptados de buen grado.
Agito las cajas, con sus botellas dentro, a modo de cascabelera despedida, calculo su peso y valor y me regocijo, pues se me revela que, al igual que ellas, no soy de fiar, ni soy necesario, como tampoco lo son las obras, productos y servicios que puedo prestar, que me retratan y por los que me remuneran. Aún así, no voy a mezclar el contenido de mis botellas con un cerro de barbitúricos, ni pienso en habilitar una bolsa de plástico para dejar en ella las últimas miasmas de mis pulmones. No lo hago, ahora mismo, porque antes he de desembarazarme de mis posesiones, de todas ellas, sin excepción. Esto nadie me lo ordena: me lo impongo yo mismo en un arranque maximalista. Es un pálpito.
Sí, empezaré por librarme de las famosas cajas que me han ido regalando a lo largo de mi vida laboral. Ya he decidido quienes serán los asépticos receptores: los barrenderos de la castiza Ribera de Curtidores que, en un día de Rastro, domingo o festivo, claro, se encargan de baldear, de manguerear la empinada cuesta sembrada de perchas de usar y tirar, de bolsurrios, de cartones pintarrajeados con ofertas de collares de rodio, con bragas 2×3, con chollos únicos. Me acercaré primero al que conduzca el extraño camión con barbas circulares, verdes como el agua del mar, y cisterna oculta y le diré: » Aquí tienes, compañero, un regalo de la casa.», luego entregaré las otras cajas a la barrendera que maneja la manguera y a los que estén dándole a los escobillones ris, rás, ris. Esa es la liberación sencilla, la fácil, la pan comido. Nunca sospecharán que están recibiendo un regalo de segundo grado, de segunda mano.
Seré cumplido cumplidor, pero me siento rastrero. Me imagino ya volviendo a casa tras la entrega. Allí me encerraré y empezaré a hacer listas, implacables, corrosivas, para con ellas clasificar mis aturulladas pertenencias, para ir preparando la insaculación de todo cuanto me ha definido por posesión interpuesta. Quizás mi libertad dependa de que empiece por librarme de unas botellas y de que acabe por desprenderme de todo objeto, de todo lastre, de todo lo medio lleno. Me regodeo soñando, imaginando el proceso, el desprendimiento, el desbroce…