Los bombones de oferta. La orquídea desgarbada. La bolsita de caramelos de coco. El frasco de colonia con packaging aparente. El ramo de margaritas. La botellita de whisky. Trabajar de cara al público y tener uno su público (y tenerlo bien satisfecho) genera, como subproducto, una gratitud que toma forma de regalos fungibles poco originales, estandarizados y, casi, casi previsibles. Da igual que uno sea diabético, y no pueda ni con el chocolate ni con los caramelos; poco importa que uno sea abstemio, y el alcohol destilado de alta graduación suene a sus oídos como lo haría la palabra veneno mortal; es indistinto que las flores y las plantas las considere uno como bellezas vivas que solo pueden disfrutarse si no están cortadas, como seres que solo pueden ser de exterior (plantas de interior: el acabose): los agradecidos usuarios del servicio de atención personalizada que uno presta siempre optan por el ABC, por el sota-caballo-rey de los regalos de coste medio que no conllevan prohibición ni son objeto de sospecha de corruptela.
Alguien podría renovar el catálogo de los presentes en cuestión pero, de momento, esto solo es un deseo etéreo.
Ayer me regalaron la consabida caja de cartón plateado con blasones en relieve y falso oscurecimiento ancestral para recordar que contiene un recipiente de vidrio con lágrimas doradas de la Escocia profunda y dipsómana: la típica botella de Chivas.
Ya no sé qué hacer con ellas. Antes las llevaba a un ultramarinos de barrio en el que me las cambiaban por una cesta de comestibles variados cuyo valor podía alcanzar el que entre el tendero y yo negociásemos. Ahora han abierto un Carrefour exprés y el trueque ya no es viable.
Tengo tres cajas de plata en stock. Pocas veces viene alguien a cenar a casa pero las veces en las que esto ocurre me veo obligado a servir setas salteadas con Chivas o, de postre, tarta regada con Chivas o plátanos flambeados con Chivas o bombones con un chupito de Chivas.
Sé perfectamente calcular, sentir, percibir el peso de una botella de Chivas en su caja con precinto. Ayer, un señor venezolano me regaló un nuevo ejemplar. Me pareció liviano el paquete que me entregó, mas no le di importancia, lo desembalé y, con aires de autómata, coloqué la caja al lado de las otras, que atesoro en el obsoleto mueble bar del piso de alquiler, y me olvidé del asunto. Otra cristalización de agradecimiento para mi colección quedaba allí guardada. Botellas de mis entretelas son. Seguiré contando.