A un lado de la cama colgaba Joyce. Al otro, Poe. Entre ambos grabados, una pintura abstracta que a Daniel le recordaba el esqueleto de una ballena muerta. Pensó que quizás el autor había querido representar a Moby Dick, pero seguro que eso era más fruto de su imaginación literaria que de la intención real del autor del cuadro. Sin dejar de ser austero, el cuarto en el que se alojaba tenía buen gusto en la decoración. Además de la cama doble bajo el cuadro del esqueleto del cetáceo, un pequeño armarito y un pequeño cuarto de baño aportaban lo esencial a la habitación de manera funcional. Algo que le vino muy bien a Daniel para refugiarse durante varios días.
Aquella era la primera vez que visitaba Berlín. Nunca se había sentido especialmente viajero y el turismo convencional no le seducía lo suficiente como para apuntarse a viajes organizados. Así que decidió, más por interés en la historia que por visitar ningún lugar, viajar solo a la que consideraba capital económica y cultural de Alemania y, por extensión, de Europa. A la ciudad en la que ocurrieron tantos sucesos en el pasado, a ese lugar que Daniel había conocido por los libros y que quiso conocer en vivo, a descubrir el lugar que representó la división del mundo en dos bloques que cambiaron la civilización.
A pesar de la solitaria ilusión que le producía el viaje, lo hacía más por curiosidad de aficionado que por interés de erudito. Daniel era un modesto empleado de banca, soltero y con pocas amistades. Un personaje solitario y algo gris, con pocas habilidades sociales y que disfrutaba leyendo libros de historia. Libros que le apasionaban y que llenaban casi todas las horas privadas de su monótona vida. Aunque, realmente, no era muy selectivo y devoraba todo lo que se catalogara como Historia, sin ser nada escrupuloso en cuanto a la autoría, a la intencionalidad ideológica o a si tenían o no intención revisionista.
Se sentía un entendido en la materia y cuando alguien iniciaba alguna conversación en la que podía demostrar sus conocimientos, lo hacía notar de manera bastante atropellada y confusa, aburriendo por costumbre a quienes hubieran sacado el tema.
Así, planificó el viaje a Berlín con la idea de que iba a conocer los lugares donde sabía que habían sucedido acontecimientos determinantes de la historia más moderna de nuestra civilización. Organizó sus visitas con una cierta planificación obsesiva para conocer con el menor esfuerzo y en el menor tiempo posible el mayor número de lugares de interés histórico.
Inició sus visitas desde el lugar donde suelen iniciarlas los grupos turísticos, la famosa Puerta de Brandenburgo. Cuando la tuvo en frente, se quedó extasiado y, más que ver el monumento, se abstrajo visualizando en su cabeza el movimiento de población, de tropas y de equilibrios de poder que bajo ella pasaron en el pasado. Tan ensimismado estaba que el mundo turístico desapareció a su alrededor y sus sentidos solo se excitaban con cada muesca, cada rotura, cada fragmento restaurado, con cada baldosa o señal, en suma, con cada detalle de la puerta que le pudiera hablar de los muchos acontecimientos que allí ocurrieron en otros tiempos. Tan ensimismado estaba que le pareció oír el ruido sordo y atronador del motor de un tanque y el de muchos pasos marchando tras él en formación. Tan ensimismado estaba en su ensoñación que creyó ver realmente a ese tanque cruzando la línea imaginaria que significaba la puerta y, tras él, un sinnúmero de soldados nazis en terrorífica formación.
La secuencia le pareció tan real que se asustó, se puso muy nervioso y comenzó a sudar y a temblar de forma muy expresiva.
—Are you OK? —dijo una voz a su lado al tiempo que le tocaban en el hombro. Se trataba de un turista alarmado por el estado en que estaba Daniel, con la mirada perdida y con aparentes síntomas de desorientación.
—Uhhhh —balbuceó—. Mmmmm, sí, no se preocupe —dijo Daniel en español.
—¿Seguro que está bien? —le insistió el otro, un turista de Barcelona.
—Sí, sí. Gracias. Solo ha sido un ligero mareo. He madrugado mucho para coger el avión y como no he comido nada desde el desayuno, he tenido un ligero desfallecimiento —se excusó Daniel con evidentes ganas de quitarse de encima al atento compatriota que trataba de ayudarlo.
En cuanto se libró de él, se sentó en un banco para meditar sobre su extraña visión. Podría jurar que había sido real, aunque su mente metódica y formal le convenció de que había sido fruto de su imaginación, muy trufada por tantas lecturas y por la emoción de encontrarse en aquel mítico lugar.
Más calmado, se dirigió hacia el sur, al Holocaust-Mahnmal, el monumento que recuerda a las víctimas judías del holocausto. Daniel se introdujo en ese símil de ciudad funeraria con respeto y casi con devoción. A pesar de no ser creyente, su familia tenía ancestros judíos y no pudo evitar sentir un escalofrío cuando los pilares se hicieron tan altos que le impidieron observar el monumento con perspectiva. Esa había sido la intención del autor de la obra al crearla. Más de 2.100 losas de hormigón de distintas alturas y tamaños convertidas en un laberinto incómodo y asfixiante en el que, una vez dentro, una extraña sensación de irracionalidad sobrecoge en un paisaje aparentemente ordenado.
Pasando por los estrechos pasillos del memorial, Daniel pronto perdió la orientación y notó una especie de mareo, quizás de angustia, que le obligó a sujetarse en una de las losas para no perder el equilibrio. Al mirar hacia uno de los callejones que formaba la sucesión de lápidas, creyó ver a una familia transportando lo que parecían ser sus pertenencias sobre un carromato tirado por una mula.
¡Imposible!, pensó. Pero sus ojos no le engañaban. A pesar de la estrechez de los pasillos que dejaban las lápidas, una familia de judíos atravesaba entre aquellas angustiosas moles de granito gris. Y, precisamente, el gris era su color. Estaba viendo la escena en blanco y negro, o, al menos, en un color muy desleído, como si el tiempo y la luz hubieran hecho su trabajo decolorando la imagen viviente que desfilaba ante su mirada. El aspecto de los protagonistas de su visión era deprimente, con las cabezas agachadas, humillados, sin vida, expulsados de su mundo.
Nervioso, miró en otra dirección en ese laberinto y vio aparecer a un joven, también en blanco y negro, que corría huyendo de algo, angustiado, escapando de un sonido que se hacía más y más presente. Tras sus pasos apareció en el estrecho campo de visión del pasillo un soldado nazi totalmente pertrechado con sus armas dispuestas para disparar sobre el que huía, que ya había desaparecido por algún otro pasillo. En un acto reflejo, Daniel se ocultó tras una de las moles de piedra y al oír la ráfaga de metralleta, su cuerpo comenzó a temblar, a llenarse de un miedo atroz, visceral, indefinible, que le atravesaba por dentro.
Quiso huir, pero el pánico a ser descubierto le tenía paralizado. Muchos fantasmas recorrieron su cabeza, temores que no sabía de dónde procedían pero que sentía hermanados con sus orígenes judíos. Al tiempo, muchas otras apariciones cruzaban cada uno de los pasillos hacia los que miraba. Un hombre, procedente de una de esas visiones se acercó a Daniel. Su aspecto era antiguo y visto de cerca se veía cargado de tristeza, de pesar, y con una mirada vidriosa y llorosa. Su imagen era, cómo no, de un color tan desvaído que casi parecía blanco y negro; además, estaba enturbiada por un extraño ruido visual, por suciedad, por arañazos, como si estuviera viendo una vieja y estropeada película de un documental de guerra.
—No deje que le atrapen —dijo la aparición—. Huya y escóndase. Si le cogen, le enviarán a un lugar del que no saldrá con vida. ¡Huya!
Hablaba en una lengua extraña, alemán probablemente, pero, de alguna manera, Daniel le entendía. El hombre desapareció tras una de las lápidas y, desconcertado como estaba, Daniel se miró, observó su ropa, su color, sus manos, sus zapatos. No podía ser. Su indumentaria seguía siendo la suya, la normal, la que trajo de viaje a Berlín, la que pertenecía a una persona del siglo XXI, a un turista visitando una ciudad…
Era normal en todo… aunque… se fijó en sus dedos y una especie de suciedad estaba enturbiando los extremos, haciendo que se estuvieran quedando sin color…
El terror se apoderó de Daniel y salió huyendo, corriendo y sin mirar hacia atrás, presa de un pánico inmenso que le hizo salir del monumento y llegar a su pensión en una carrera alocada y sin sentido de la que no recordaba nada una vez se hubo refugiado en su habitación.
Y en ese cuarto llevaba temblando de miedo varios días, escondiéndose de esas visiones del pasado que aparecían en el presente en el que debía (o creía) estar viviendo. Solamente había salido a comprar algunos comestibles en las horas más concurridas de la mañana, tratando de no caminar solo en ningún momento y haciéndose con la mayor cantidad de víveres posible para subsistir hasta que llegara la fecha en la que debía tomar el avión de regreso.
A menudo miraba la calle, escondido tras los visillos, por si algo anormal pudiera ocurrir de nuevo. Agazapado, notó que las visiones se hacían más y más frecuentes. La poco transitada calle donde daban sus ventanas sufría persecuciones, disparos e, incluso, había oído alguna explosión.
Y hoy, mientras observaba con la mirada perdida los grabados de Joyce y de Poe que colgaban de la pared, escuchó un fuerte ruido de pasos en la escalera de su edificio. Y golpes en las puertas. Y gritos en las viviendas.
Pensó que iban a por él, que le descubrirían sus antepasados judíos, que su sangre le mandaría a la muerte. Pero no iba a dejarse atrapar. Decidió escapar por la ventana pero no había ninguna cornisa que le permitiera huir por ahí.
Estaba atrapado.
Sonaron golpes en su puerta. Muy fuertes.
Se le heló la sangre.
No podía dejarse atrapar.
Al menos, no lo iban a coger vivo.
Puso un pie en el borde de la ventana…