Cerca de donde trabajo vive Basilio. Tal vez nunca me hubiese fijado en él si no fuese porque Basilio vive en su pequeño coche de marca indefinida. Llegó a la vecindad buscando ganarse unas monedas como aparcacoches, la cercanía del campo de fútbol así lo favorece. Tiene su cochecito-casa estacionado en la zona de sombra de la calle adyacente a la facultad.
Todas las mañanas, cuando nos dirigimos al trabajo los que tenemos un horario fijo e inflexible de continuidad, lo vemos salir de algún otro edificio de la avenida. Aseado a su manera, viene tomándose el primer café del día. Se queda plantado en el semáforo, se enciende un cigarrillo y fingiendo que no te mira, aunque observándote de reojo, no pierde detalle de todos los que estamos esperando a que cambie la luz. Presta atención a nuestras conversaciones matinales como quien quiere saberlo todo para estar al día. Qué tiempo hace, cuál fue el resultado del partido, si habrá pronto elecciones. Basilio, a pesar de que ha llegado a una edad imposible de calcular, no afloja el paso cuando la luz se pone en verde. Su negocio consiste en pasar muchas horas en la calle, le dijo una vez a uno de los vecinos con el que acostumbra a intercambiar alguna que otra parrafada.
Nunca lo he visto cruzar una palabra con ninguno de los otros aparcacoches ocasionales que, durante los días de más movimiento, se aventuran en la zona para ganarse unas monedas. La verdad es que yo tampoco he cruzado ninguna palabra con él, ni tan siquiera un «Buenos días». ¿Por qué? Muy sencillo, yo no soy del barrio y, además, no aparco mi coche allí, por lo que carezco de interés para él. Entonces os preguntaréis cómo es que sé su nombre. Muy sencillo, porque él saluda y lo hace saber a todos los vecinos de la calle.
– Hola doña Carmen ¿ha pasado buena noche?
– No creas, Basilio, debí comer algo que me ha dado dolor de tripa.
-Tómese una infusión y verá como se encuentra mejor – le contesta Basilio con una mueca que asemeja una sonrisa.
– Don Servando ¿quiere que le suba la bolsa de la comida? pesa demasiado para usted.
– Bien, Basilio. Los años van pesando aunque no lo queramos asumir.
Y así ha ido Basilio, como él mismo se autodenomina, contactando con la gente de su edad, gente mayor a la que le hace algún que otro servicio que le permite ganarse unas cuantas monedas.
El empleado de la farmacia charla todos los días con él mientras espera que llegue su jefe. Un día le pregunté a Pedro, que es así como se llama el ayudante de botica, si sabía de dónde procedía el tal Basilio, que tan integrado parecía estar en el barrio. Pedro, que siempre habla con media sonrisa en los labios, me dijo:
-De ningún sitio y de todos, es un hombre de mundo que adopta el nombre y la lengua que le conviene en cada momento.
Creo que tiene razón. Nunca se sabrá su verdadera identidad. Puede que su nombre, Basilio, sea sólo una mera invención para ocultar otro con más consonantes y más sonoro o, por el contrario, quizá sea el verdadero. Al menos, ése sí tiene un origen: Basilio el Grande, uno de los cuatro padres de la iglesia griega.