No me gusta molestar, a menos que la intromisión esté rotundamente justificada. Hay gente que se pasa la vida importunando a los demás: acude al médico sin necesidad, telefonea a la policía para informar de asuntos insustanciales, te pregunta por la calle si quieres hacerte socio de su organización. Gente que entorpece la vida de los otros, sea en la cola del cine o en la del supermercado. Y como estoy harto de tanta injerencia, aunque solo sea para aumentar la discreción a nivel mundial, he decidido callar la boca, no meterme en donde no me llaman y pasar inadvertido siempre que pueda, salvo en aquellos casos en que mi presencia y actuación sea absolutamente necesaria.
Anoche, por ejemplo, cuando regresé a casa, pasadas las dos de madrugada, observé que salía humo de un contenedor de basuras situado a un par de manzanas de mi domicilio. Vivo en un bloque de pisos de las afueras, ya saben. Pues bien, ¿qué debía hacer? ¿Llamar a los bomberos por semejante tontería? Se trataba, objetivamente, de un fuego pequeñito, quizá casual o quizá provocado por algún inútil que no sabe cómo pegarle fuego a un contenedor. Hoy en día, cualquiera debería saber que conviene mantener la tapa del contenedor abierta, para que el fuego se avive con el aire. Si no se hace así, el fuego se ahoga y el proyecto no sale adelante. Así que decidí intervenir: abrí la tapa del contendor y removí su contenido con un palo para avivar la llama, de manera que, si alguien avisaba a los bomberos, al menos fuera por una causa mayor. No conviene hacer perder el tiempo a esos esforzados funcionarios por una tontería.
Al poco, el fuego empezó a tomar fuerza, sobre todo a partir del momento en que encendí algunos cartones en la base del contenedor para que el plástico de la carcasa también ardiera. No me costó nada alimentar el fuego con algunas maderas que encontré a pocos metros: un armario ropero y unas mesitas de noche, que algún vecino había abandonado en el descampado. Cuando vi que el fuego se propagaba hasta un par de coches aparcados en las proximidades —yo diría que mal aparcados— decidí poner tierra por medio, subí a mi casa y me dediqué a mirar las llamas desde el balcón.
Como no tengo teléfono, desperté a algunos vecinos para que avisaran a los bomberos. Me pareció que la molestia estaba justificada. Los bomberos llegaron enseguida y al poco rato habían apagado el fuego, que pugnaba por extenderse hasta unas chabolas próximas. Por suerte, los chabolistas fueron desalojados con presteza y no hubo que lamentar víctimas personales. Y es que, en estos barrios periféricos, hay gente que se pone a vivir en cualquier parte, con los consiguientes peligros que tal decisión comporta.