Hoy he participado en una apasionante aventura que presumía sencilla. Debo explicar que, con mis alumnos, cuando les proponía, educadamente y tratándoles de Vd., cualquier cambio en su proyecto y me decían con suficiencia: esto es muy fácil, yo les respondía: está Vd. suspendido.
Pues a mí me suspenderían hoy al adquirir una “tarjeta dorada”. Me he presentado en la terrorífica estación de Sants. Sorteando —con éxito discutible— masas de ciudadanos con más dudas que certezas, un zagal me ha empotrado una mochila excesiva en la cara y me he dirigido a la ventanilla que presumía pertinente. Cola variopinta. Cuando el señor de Antequera ha dejado libre la ventanilla que, por orden, tenía atribuida, yo —a veces estas cosas me ocurren— segurísimo de mí mismo, he deslizado mi documento nacional de identidad y, con voz rotunda, he pronunciado la frase que pretendía ser la definitiva: una tarjeta dorada.
Pues aquí empezó el baile:
—¿Lleva Vd. la caducada?
—¿Joselito o Belmonte?
—¿Muy hecha o poco hecha?
—¿Tiene Vd. pareja?
Y, definitivamente: ahora no se la puedo hacer.
He llamado a un uniformado que transcurría por detrás de las taquilleras:
—Buen hombre…
Me ha atendido: ¿tiene el pin que da acceso al pin?
—Pues no creo.
El uniformado ha entrado en la trastienda con mi tarjeta dorada en la mano. Y una advertencia: que no ocurra nunca más. Sin pin no habrá otro pin.
He vuelto, escondiendo la tarjeta con sigilo, a atravesar la masa de pasajeros despavoridos. Unos señores de Tona habían perdido a una abuela.
—¿La ha visto? —me han preguntado.
Si era una dama vestida de cartapacio y un lazo amarillo, sí la he visto: ha salido en patinete gritando: ho he tornat a fer.