Parece seguro que entre los años 1810 y 1815 vivió en el barrio llamado Grado de la ciudad de Valencia un tal Vicente Avellanas más conocido por Ninot Verrugas. Este hombre viudo, de avanzada edad por aquellas fechas, era un hortelano que vino a retirarse a casa de su hijo tras una dura vida dedicada a las labores del campo. Postrado en cama al final de sus días por la enfermedad reúma que le atenazaba pudo, gracias a lo que ahora se contará, ayudar al pecunio familiar y no en pequeña medida. Ninot tuvo ya desde la niñez el cuerpo visitado de verrugas. Estas excrecencias que en su juventud le nacían en las manos y cabeza fueron, a medida que pasaban los años, extendiéndose por todo el cuerpo. Tal era la abundancia de verrugas que en el pecho y muslos no se apercibía ya la piel y, en una especie de lucha encarnizada, las verrugas pugnaban por sobresalir como en las espesas selvas en que los árboles que alcanzan más grande altura son los que reciben el beneficio de los rayos del sol. Cierta tarde en que el hijo de Ninot aliviaba el escozor de su padre quemando y mutilando las verrugas más prominentes creyó oír unos sofocados quejidos, como unos chillidos débiles pero agudos que venían -¡y eso no era posible!- de los socarrados despojos que iba tirando al suelo. Fue Longeva, la menor de las nietas de Ninot, quien jugando en el patio de la casa, sintió el coro de ligeros lamentos; un ruído que venía del montón de basura dispuesta a ser echada para estercolar el huerto y en el que a la manera de regordetas lombrices se contorsionaban las verrugas podadas que, por cierto, se diría que estuvieran creciendo en su tamaño. Todo, desde ese día, fue distinto para la familia Avellanas. Las verrugas eran cortadas con fina cuchilla. Se colocaban en grandes fuentes de porcelana sobre una capa de arena húmeda y se cubrían con paño de lino para que no saltaran fuera del recipiente y mantuvieran una buena temperatura. Crecían. Cuidadas crecían. E iban adquiriendo formas humanas. Unas de fornidos marineros, otras de encorvadas monjas de clausura. Hubo negocio. Las figurillas vivientes –se movían, gritaban, rezaban algunas- se vendían a buen precio, y eran solicitadas desde lejanos países. Pero un exceso de afeitado o los naturales procesos terminaron con Ninot. Ahí acabó la historia. Las verrugas trasplantadas, cultivadas, no llegaron nunca a engendrar. Hubo, sí, una última y gran cosecha. Agonizaba Ninot y un plantel verrugoso, una fronda agitada de minúsculos seres, como despidiendo la función, surgió de improviso de múltiples partes de su cuerpo. La muerte no fue precisamente dulce. Verrugas de las más chocantes cataduras –notarios, rameras, cardenales- reclamaban su derecho, entre violentas convulsiones e irrepetibles blasfemias, a ser extirpadas. Fue la postrer remesa. Que duró poco. Fallecido Vicente se rompió ese hilo invisible que mantenía animados, lejos de su persona, los heterogéneos brotes.