Qué gran desengaño provocan las promesas incumplidas, aunque sean malas (en tal caso reciben el nombre de amenazas). Cuando no se produce el hecho anunciado, los científicos aseguran que un gatito –o varios- mueren de repente en algún lugar de la galaxia, dentro de una caja. Por lo visto es consecuencia del efecto mariposa, cosa de las leyes cuánticas, que vaya usted a saber qué significa ese efecto tan cursi y las referidas leyes.
Confieso mi creencia en el nuevo paradigma científico apenas sin entender nada. Es la naturaleza y la gracia de la fe, que no necesita demostración ni conocimiento. Creo en las ondas gravitacionales y en la Teoría de cuerdas sin tener pajolera idea. ¿Y qué? Mi confianza es sólida, sin dudas ni flaquezas. Así de simple soy, y mataría por evitar un renuncio de los nuevos postulados de la física, porque me consta que atraería una catástrofe cósmica. Para empezar, el extermino de todos los lindos gatitos que retozan en sus cajas de Schrödinger. Y una gran desilusión personal.
Pongamos que mañana publican que la Nasa alerta de un pedazo de asteroide que pulverizará el planeta el sábado por la mañana. A las ocho y tres minutos exactos. ¿Son esas horas para el cataclismo final? Claro que no, que espere a las doce de la noche y nos deje disfrutar del sábado. Millones de años al acecho de la Tierra y de pronto, una precipitación apocalíptica inexplicable y sin pizca de consideración para la especie humana. Como todo en esta vida, la parte buena es que se acabarían las preocupaciones económicas, cancelaríamos la cita con el dentista y dedicaríamos las últimas horas a abrazar árboles, que según he leído, brinda gran sosiego espiritual, mancha la ropa con resina y te llena la cabeza de pulgón rojo. La parte mala es que el Apocalipsis se desvíe de nuestra órbita y le toque recibir a Venus. Tal cosa nos dejaría en estado de abatimiento general y ya nunca más confiaríamos en la Nasa. Otro mito de nuestro tiempo echado a perder.
Ha pasado antes y volverá a pasar, los Armagedones anunciados durante meses, lustros y siglos son una birria que no llega ni a tornado.
El apocalipsis frustrado más glorioso y bien documentado acaeció el 22 de octubre de 1844. Cientos de miles de personas salieron en Estados Unidos de sus casas. Iban con lo puesto y la confianza en un tal William Miller. ¿Quién era ese caballero? Pásmense: un seguidor en su juventud de Voltaire y Hume. Era un lector ilustrado que abominaba de la religión en beneficio de la razón y la ciencia.
Algo le pasó al señor Miller en la cabeza, quizás un golpe en el quicio de la mancebía. Años más tarde se empeñó en analizar la Biblia, creó catorce reglas invariables para interpretarla. Fruto de sus estudios fue la fecha exacta del apocalipsis. Los milleristas creían ciegamente en los cálculos del predicador. El día 22 de octubre, de madrugada, miles de familias, abrazadas y arrodilladas, que es lo más indicado en estos casos, en campo abierto e iglesias, esperaban la visión del fin y la ascensión al paraíso, pero pasaron las doce y la una y las dos, y las doce otra vez.
Lejos de echarle la culpa al señor Miller, sus seguidores, aún destemplados por la desilusión, se dedicaron en los siguientes años a elaborar teorías que justificaran la ausencia de apocalipsis en la fecha profetizada. Una reacción que demuestra la tenacidad y tontería de quienes eligen poner su cerebro a disposición del primero que les promete un tránsito solemne, público y reparador. Un sueño, vamos.
No estoy fabulando, hemos vuelto a las andadas. Parece que, otra vez, hay un Final que exige un arrepentíos inmediato con genuflexión en el duro cemento. La tele e Internet no dejan de advertir que algo ominoso nos amenaza. Sé, por fuentes bien informadas, que Wikileaks filtró el correo electrónico de un astronauta, dirigido a Obama, pero interceptado por Snowden, que aconsejaba al presidente almacenar atún en lata y bidones de agua dulce. «En el sótano de la Casablanca, sitio hay de sobras», le escribió y, de paso, se ofreció para descargar latas y apilarlas en estricto orden militar. Como siempre, solo se van a salvar ellos, los de la costa Este.
Sí, parece que esta vez, sí es cierta e inminente la próxima extinción. ¿Y por qué no nos asustamos? Pues porque hemos perdido la confianza en el Apocalipsis. Es triste reconocerlo, para nosotros, después de soportar tantas mentiras, vale lo mismo ocho que ochenta. Sabemos que habrá un instante final, y también que no desaparecerán las clases sociales. Los ricos tendrán más latas de atún y fabada para sobrevivir, mientras los pobres vagaremos por ciudades vacías en busca de una chocolatina olvidada. Así es la vida y hay que aceptarla tal cual viene.
Por ahora, hay varias opciones posibles para acabar con la vida en todas sus formas y manifestaciones: cambio climático, la gripe de pollo, Zika y también emerge con fuerza la bacteria de las estepas rusas; el meteorito, qué digo meteorito, el planeta oscuro que se acerca con sigilo para caernos encima cualquier día, tiene bastantes seguidores pero son los más estrafalarios, en su mayoría guionistas de canales con ínfulas científicas. No hay que hacer mucho caso de esa pandilla delirante.
A mí, lo que me asusta de verdad es que desaparezcan los gatitos de todas las galaxias del Cosmos. Y todo por culpa de ese chalado de Schrodingër que no se le ocurrió nada mejor que hacer una caja para encerrar a un pobre felino que nunca sabe en qué día vive o muere.