—¡Por fin! —pensé, mientras me acomodaba en el sillón con un pequeño libro.
Unos capítulos por primera vez traducidos del Finnegans Wake en mis manos. Segundos antes, había oteado el exterior. El cielo se tornaba lentamente pelirrojo mientras una resistente luz de otoño joven iluminaba los tejados del pueblo. Al fondo, milenaria, se erguía la espadaña más alta del monasterio benedictino. —Me aguarda una tarde agradable; simpática— me susurré a mí mismo.
A las primeras páginas, advertí que allí había habido esfuerzo. Nada más abrir el volumen, se me anunciaba que era un trabajo realizado por tres traductores, tres. Un trío de filólogos para sólo el octavo apartado del primer episodio. Bien.
No oigo con las aguas de. Las cojijosas aguas de. Aleteantes murciélagos, garla de guarros guarenses. Fu! ¿No te vas a casa? ¿Que Thom Malone se casa? No oigo con el pandeo de paniques, todas las linfas de fina lifia. Fu, el parlosanto nos guarde!
Me detuve. —¡Y yo devanándome la sesada para ser un escritor fluido! —espeté en voz alta.
De repente oí un estruendo colosal. Como una maldición llegada de HowthCastle, o peor todavía, directamente de Fluntern; la persiana de la terraza se había precipitado hasta el suelo, convirtiendo el living en un zulo.
—¡¡ Adiós tarde idílica!!!!! —grité amargo, tras reponerme del sobresalto. Efectivamente la correa se había sajado y ahora bailaba flácida. Ya, ni luz de crepúsculo, ni monasterio siglo IX. Sólo oscuridad y mi lamparita de lectura.
Tras galopar hacia la agenda me volví a apresurar azorado hasta alcanzar el teléfono.
—A ver…p…pedro…pilar…patricia, ¿patricia?… no, ¡ahora no…aquí! aquí está! … ¡persianero!
—¡Es urgente, me asfixio!!! …si no llega pronto el segundo número que tengo en las manos es el de los bomberos!!! —sostuve fingiendo perversamente un melodrama.
Pronto ringueó la puerta —buen trabajo, me felicité mientras la abría—. Un individuo de media altura, bata azul por medio, con bigotillo y ojos saltones apareció portando un maletín de herramientas. Pese a que el asunto corría prisa, aquel buen hombre caminaba pasito a pasito embobándose en las reproducciones de Magritte que colgaban del pasillo, como si estuviera en una galería de arte.
Peor fue al llegar al salón. Allí se detuvo sin más, frente al “Castillo de los Pirineos”.
—Así acabaremos todos… —musitó en una especie de contemplación filosófica profetizadora.
—Bien… la persiana averiada es esta —dije intentando espolearle.
Sin embargo, al girarme, aquel sujeto había abandonado el primer cuadro y ahora observaba minuciosamente “El Imperio de las luces”.
—Tiene usted unas pinturas muy modernas.
—¿Modernas?…. esa es de 1954 y esa otra, de 1959.
El hombre me miró pensativo, algo pasmado.
—Esa, esa… es la persiana —repetí impaciente.
El persianero parecía eficiente. Ante el mutismo de los dos, resolvió pronto la situación y la abadía y la tarde —ya sin sol— se mostraron otra vez.
—Usted es artista —le oí decir, sin saber muy bien si era una pregunta o una afirmación.
—¿Artista?…. no. Yo soy químico.
—Usted se dedicará a otra cosa…, pero usted es artista.
—Va ser que no.
Tras recoger las herramientas, el hombre se me plantó delante en posición de decir un pregón y levantando el índice de la mano derecha, me arengó.
—Yo, por mi oficio, visito muchas casas… y casas de muchos artistas. Los artistas tienen las casas decoradas como esta. Créame, usted es un artista.
De súbito recordé la frase de Groucho Marx… » hoy no tengo tiempo para desayunar, tráigame la cuenta”. Sin embargo, sólo dije: los cuadros no los pinté yo, pero no vamos a discutir sobre eso.
Mientras buscaba mi billetera, él me volvió a mirar, como diciéndose: no vas a engañarme… Tú eres artista.
Ido ya, casi de noche, el monasterio ofrecía el color del champán. Habían encendido las luminarias. Y yo volví a repantigarme en el sofá, con Anna Livia Plurabelle.