Mi gusto por la escultura de camposanto hizo que, desde adolescente, recopilara un gran
álbum de fotos, mi tesoro. Cuando llegué a la Universidad este artefacto antediluviano
provocó una hilaridad no exenta de envidia de mis compañeros, que lo llamaron el Gran
Panteón. Contenía ejemplares muy curiosos de ángeles melancólicos, meditabundos,
desesperados o exultantes, en mármol o alabastro, reclinados sobre las tumbas o
llorando sobre ellas. Estos seres misteriosos y andróginos solían adornar con su turbia
belleza enterramientos de familias adineradas con mausoleo propio. El abundante
material fotográfico de excursiones y viajes de fin de curso que llegué a coleccionar,
mientras mis amigos se entregaban a distracciones menos lúgubres, me sirvió como
base para la tesina, añadiéndole una introducción y un índice de imágenes y lugares.
Obtuvo la máxima calificación.
Con el tiempo, aborrecí la castidad hipócrita de aquellos seres protectores de los
católicos ricos, pero mi tutora me animaba a seguir catalogándolos y a añadir una buena
redada fotográfica en camposantos monumentales, algo que se echaban en falta en mi
trabajo anterior. Entre ellos, incluí el cementerio de Staglieno en Génova, joya entre las
joyas de la escultura fúnebre romántica y simbolista. Con sus centenares de figuras
aladas que rezumaban fervor, erotismo, fría pasión y hasta impudor —esto no lo dijo la
tutora, que era tan competente como devota—, merecía una monografía extensa o,
incluso, una tesis doctoral. Así que, tras varias incursiones con buscadores digitales
sobre el tema “escultura de camposanto”, retomé el trabajo anterior y, para completarlo,
cogí la mochila y puse rumbo a Génova.
La ciudad me recibió con una tormenta espectacular, que me pareció un aviso
disuasorio. Una pancarta maltratada por el granizo, con el anuncio de una Mostra sobre
“Las Epifanías del Imaginario urbano”, colgaba frente a la ventana de la hospedería en
la que me alojé, situada en el casco antiguo. Antes de conciliar el sueño, agotada por el
viaje, se me pasó por la mente la idea de que aquellos relámpagos, rayos y pedrisco
podían dañar las estatuas situadas al aire libre en el insigne cementerio. ¡Qué tontería!
¡Habían aguantado las inclemencias del tiempo durante dos siglos!
Pero no fueron el agua y la electricidad de los cielos lo que pervirtió el mármol de las
bellas figuras ambiguas, retorcidas por la exaltación de la buena muerte y el orgasmo
místico. Fue el calor insoportable que azotó al mundo en los últimos veranos, que
derritió el permafrost del norte de Canadá liberando metano y virus aletargados, que
acabó con especies enteras, como los tiburones areneros, y provocó muertes de niños.
La humanidad había abierto las puertas del infierno, como dijo el secretario de la ONU.
Este ardor en aumento, al calentar las estatuas hasta más allá de la temperatura corporal
de los humanos, atravesó la noble materia blanca y la pulida piel de las piezas más
mórbidas de los ángeles de fresca piedra, que adquirieron una especie de vida enfermiza
y funesta. Los ojos tallados por mano de artistas se fueron abriendo —de modo, al
principio, imperceptible— y miraron; las bocas divinas despegaron sus labios y los
pechos —algunos tan turgentes que parecían de doncella—, subieron y bajaron al ritmo
de una respiración blasfema.
Como en otros cementerios colosales, en el de Staglieno habitaban colonias de espectros
o espíritus perdidos, que no habían conseguido abandonar la tierra. Eran residuos
patéticos y apacibles. Los de familias ricas vivían —si puede decirse así— en sus
propios panteones. Otros de origen menos pudiente se refugiaban en las casetas para
herramientas, disimuladas por los jardineros entre los arbustos para que no afearan el
paisajismo de aquel lugar privilegiado. Aquellas ánimas etéreas no causaban el menor
daño y solían pasar desapercibidas, salvo en el Día de Difuntos, en que erraban como
girones de niebla y visitaban a sus parientes o amigos en demanda de los rituales que les
permitieran alcanzar la paz de la evaporación total en el universo. Los guardianes,
empleados y sepultureros lo sabían y no las molestaban en sus idas y venidas.
Pero el recalentamiento que derretía glaciares, e incluso daba vida siniestra a los ángeles
de mármol de los camposantos, acabó afectando también a estas desdichadas almas en
pena, que se tornaron rabiosas y sufrieron una infame resurrección. Revestidas de carne
putrefacta o de sudarios andrajosos, comenzaron a salir de sus escondrijos y moradas
secretas, con el consiguiente terror y peligro para el personal del cementerio y para los
turistas que se acercaban a Staglieno con la intención de visitar el cementerio.
El último día de mi estancia, mientras hacía mis fotos para la tesis a las cuatro de la
tarde, poco antes de la hora del cierre, fui atacada por una turba de espectros
zarrapastrosos. Los ángeles cobraron vida siniestra y se produjo una batalla entre las
estatuas vivientes y los espíritus residuales, que trataron de defenderse, pero fueron
aplastados por los cuerpos angélicos, no sin antes producir algunas bajas entre las
criaturas de mármol que habían cobrado vida. El bellísimo, melancólico y casto Angelo
de Monteverde, mi favorito, que había estado en pie meditabundo durante más de un
siglo, cayó el suelo y faltó poco para que me aplastara.