Amores evanescentes

Los lunes, día del espectador

¿Quién es ella?

Desconozco los patrones de la mitomanía actual, ni tan siquiera sé si existen. No sé si los jóvenes de hoy se sienten atraídos por algo que no sea la inmediatez de una pantalla digital, cuanto más pequeña y portátil mejor, y el acceso sin esfuerzo a un conocimiento dirigido por algoritmos. Sí recuerdo que hace unas décadas, sin embargo, en nuestra adolescencia, no era infrecuente recortar portadas de revistas, afiches de películas, rostros de actores y actrices como señal identitaria de los gustos. Puede que eso se mantenga, o puede que en la era digital lo que no se pueda enseñar en un teléfono carezca de sentido, pero lo que no puedo olvidar es la sensación juvenil de poder mirar un rostro y un cuerpo sin la vergüenza de saberse observado, en la oscuridad de una sala y sin tener que justificar ni filias ni fobias; eran épocas de enamoramientos virtuales, asépticos, ensoñadores. Eran tiempos en los que todavía en la enseñanza pública se mantenía la disgregación por sexos (primeros años 80).

Tuvo que ser en el verano del 85, que no fue el del 42, cuando descubrí en la pantalla un nuevo rostro. No dejaba de ser un personaje secundario, ni tan siquiera era reclamo publicitario su aparición. El personaje se llamaba Diana, y de aquélla estaba muy reciente la visión y revisión, casi obsesiva, de una película, La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen. Como le ocurría a Mia Farrow en la película de Allen, cuando la realidad no gusta hay que inventarse universos paralelos. En este caso se sumaba esa tendencia del voyeur que está presente en cualquier espectador de cine, la de la posibilidad de meterse en vidas ajenas sin tener que ocultarse tras una cortina o mediante un agujero en un muro, y la de soñar con mundos hechos a conveniencia, y qué mejor mundo que el de acaparar un ideal femenino para uno solo sin tenerlo que compartir.

Con aquel descubrimiento de ese rostro y ese cuerpo este espectador podía sentirse como Jeff Goldblum ejerciendo de improvisado voyeur mientras ella se desviste creyendo no ser observada. Las actrices desconocidas suelen desnudarse en pantalla más de lo que el guion exigiría, como le ocurre a esta Diana, de la que ahora recuerdo más una cazadora roja, una camiseta blanca y unos pantalones vaqueros que su desnudo doméstico que no venía a cuento, pero en el cine de los 80 había menos recato, o más machismo, que en el de la actualidad.

Probablemente en aquellos años adolescentes ninguna otra actriz produjo esas ensoñaciones  reforzadas la segunda vez que la vi en pantalla. Y remacho lo de pantalla porque en aquellos años la memoria era mucho más importante que ahora. No era posible acceder al recuerdo con la misma facilidad, no había archivos descargables y lo más cercano a un archivo digital era coleccionar fotos de revistas o, incluso, comprar fotos dedicadas al coleccionismo en los mercados dominicales. El recuerdo guardado en el cerebro era lo básico, y a partir de ahí, la posibilidad de mejorar lo que ya de por sí era sublime. En aquella película se jugaba con la leyenda del amor imposible que impedía a los amantes encontrarse porque a medianoche cambiaba su condición física, apenas un breve instante les permitía reconocerse en la transición, una mirada condicionada por la frustración, por el deseo imposible de alcanzar hasta que se rompiera el hechizo. Unos ojos tan azules que llenaban la pantalla del cine Roxy de Valladolid nunca combinaron tan bien con la profunda mirada de un halcón. A poco que la realidad guiara tus pasos esa transición fugaz entre el día y la noche era parecida a la ensoñación ante la pantalla del espectador. Acabada la película volvía la envolvente sensación de soledad y la imposibilidad de conseguir esa mirada, hasta que te encontrabas su sonrisa resplandeciente haciendo de heroína revolucionaria norteamericana en otra historia de cine dentro del cine.

Luego llega la sensación del fan de que una mujer como ésa no puede compartir nada con seres tan depravados, maleducados o violentos como los que la acompañaron en las siguientes películas mientras no ocurría nada de lo que Allen me había hecho creer; nunca una actriz a la que miraba sin pestañear iba a abandonar la pantalla y dirigirse a mi butaca. Un tal Tony Montana y un Vizconde de Valmont se atrevían a humillarla, insultarla, vejarla, pegarla. Todavía sentía esa pulsión de sufrir por el personaje transmutando su ficción en realidad. Cómo una mujer así podía terminar con un tipo como Montana era algo inadmisible y una falta imperdonable para el equipo de producción que se atrevía a manchar una reputación de esa manera, pero más doloroso era percibir cómo era víctima de un engaño sin poder hacer nada por remediarlo, alegrándome íntimamente porque, a la muerte por pena y vergüenza que sufría la heroína, el malvado Vizconde fuera debidamente atravesado por la espada aunque no dejara de ser un suicidio por amor y un pago por la traición.

Como todo amor imposible, los fuegos terminan apagándose cuando sabes que nada de lo soñado va a ser verdad, y cuando tu edad mina los sueños y se ajusta a la realidad diaria. A la asistencia constante, estreno tras estreno, seguirá la decepción de papeles cada vez más insignificantes y películas mediocres. La belleza de una mirada y la fragilidad de un cuerpo ya no serán suficientes para mantener el idealismo de un fan entregado. Madame de Tourvel, Susie Diamond y Ellen Olenska son las últimas ocasiones en que, detrás de un rostro bonito, se adivina la existencia de una gran actriz y una película notable o sobresaliente. Nunca un piano dio para tanto juego erótico, nunca una carta precipitó tanto sufrimiento, nunca, para mí, la inocencia saltó hecha añicos en un juego de seducciones burguesas impecablemente filmadas. La heroína alternaba ya con figuras como Malkovich, Day Lewis, Pacino, Nicholson, pero su estrella estaba caducando. Hollywood no perdona a las mujeres pasados los 40. Es verdad que un traje de látex rejuvenece, que un ronroneo felino desarma a cualquier murciélago pretencioso y conservador, pero sus papeles languidecieron aunque no su belleza angulosa de perfiles simétricos.

Y pasadas las décadas ¿qué queda?, el recuerdo un tanto vergonzante de aquella colección de fotografías tamaño folio y en cartulina en la que gastaba mis propinas y que ahora quién sabe dónde habrán terminado; la memoria de estar pendiente del próximo estreno de su nueva película, cuando ir al cine era un acto que se compartía semana tras semana porque no había otro modo de acceder a este material; el convencimiento de haberse enamorado de un rostro sin conocer su voz real, porque en las capitales de provincias no existía cine comercial subtitulado. Y ahora sigue filmando, sigue estrenando y todo me resulta indiferente. Leo su nombre y me remonto 35 años atrás, leo su nombre y de carrerilla me sale el estribillo de los Beatles, “Michelle, ma belle, sont les mots qui vont très bien ensembles”, es un recuerdo de un fogonazo de una mirada que nunca me fue devuelta pero que conserva intacta la conmoción de un llanto en el lecho de muerte, de un perfecto rostro ovalado envuelto en una capucha de pieles, el increíble efecto de un vestido rojo, un piano de cola negro y una melena rubia que desarmaba a Jeff Bridges. Eso es el cine, una historia de amores evanescentes.

(El artículo hace referencia a las películas Cuando llega la noche, de John Landis, El precio del poder, de Brian de Palma, Dulce libertad, de Alan Alda,  Lady Halcón, de Richard Donner, Las amistades peligrosas, de Stephen Frears, Los fabulosos Baker Boys, de Steve Kloves, Frankie y Johnny, de Garry Marshall, Batman vuelve, de Tim Burton y La edad de la inocencia de Martin Scorsese. ¿Quién es ella?)