El cielo era como un algodón de feria, con esos tonos rosáceos que deja el azúcar, y tú paseabas despacio, como si no tuvieras prisa por llegar a tu cita anual.
Nos encontramos en la puerta del bar, entramos y nos sentamos en la mesita de siempre, uno frente a otro.
Pedimos dos cafés, uno corto, el otro americano; nos miramos sin apenas decir nada y, justo antes de despedirnos, te entregué una carta delicadamente envuelta en un sobre de papel verjurado.
De regreso a casa, subiste las escaleras con ansia y cuando llegaste a tu estudio vaciaste el contenido del sobre. Innumerables pedacitos de papel se dispersaron encima del escritorio, dibujando un sinfín de geometrías posibles.
Tardaste al menos un par de días en recomponer la carta, después de enlazar las palabras a tu antojo, por su sentido, por su color o por su sonoridad. Las uniste y separaste hasta conformar las frases deseadas.
Mientras, yo, en el salón de mi casa, delante de la lumbre fantaseaba con lo que ibas escribiendo con las palabras rotas y desmenuzadas que te había entregado, feliz por esa manera tan nuestra de comunicarnos. Nadie mejor que tú podía encauzar las frases para que te dijeran aquello que deseabas leer.
Nunca pensé que la felicidad tuviera forma de rompecabezas, como esa carta con pedacitos de papel, que vamos recomponiendo y que nos ayuda a encontrar sentidos olvidados, perspectivas nuevas, y algún sueño lejano que un día se perdió.
Quizá por eso, todavía hoy, pasados más de cien años, andan por los recodos del tiempo nuestros nietos y los hijos de sus hijos, entregándose cartas envueltas en papel verjurado y recomponiendo las frases de su vida, sin apenas decirse nada.