Amanece en el Sector Montserrat

La sombra liberada


Juan Eduardo se levantó más temprano que de costumbre: la necesidad exige. La noche anterior se había terminado muy pronto el vino y tenía que reponer fuerzas. Pensó que la tienda del paquistaní estaría abierta (esta gente no duerme, se dijo, o duermen bajo el mostrador, están habituados a la miseria y al trabajo). Descendió deprisa las escaleras del bloque 4A, Sector Montserrat, y se plantó en la calle mientras hurgaba en el bolsillo para comprobar la persistencia de las monedas. Hay monedas que huyen, hay monedas que vuelan, hay monedas que naufragan.

Pero algo detuvo su gesto. Debería de estar amaneciendo y Juan Eduardo esperaba encontrar ese azul oscuro, algo rosado, del final de la noche. Sin embargo, la calle estaba llena de luz. De luces, mejor dicho. Eran unas luces cegadoras, como cien coches de policía juntos buscando a los narcotraficantes del barrio.

Entonces vio el vehículo destellante que avanzaba por la callejuela, dando brincos y bufidos. ¿Un nuevo modelo de camión de limpieza? No se frotó los ojos porque Juan Eduardo ya había cumplido más de cincuenta y sabía que de nada sirve frotarse los ojos. Comprendió que se trataba de una nave extraterrestre. Sin duda alguna. Juan Eduardo sonrió para sus adentros: no siempre los extraterrestres caen en América. Que se jodan los yanquis, este marciano es para mí.

Juan Eduardo abrió la escotilla de la nave. Descubrió al hombrecito frágil que estaba sentado ante los mandos: un tipejo gris y mediocre, feúcho, demasiado delgado. Enseguida se compadeció del pobre navegante. Y quizás contribuyó a su compasión el hecho de que el hombrecillo tenía cierto parecido con Juan Eduardo: tono de piel poco saludable, esa mirada extraviada, tristona, la pequeñez de la osamenta, la escasez de pelo, la falta de algún diente.

—Salte de ahí, compadre —le dijo con voz autoritaria—. Tu nave va a estallar.

Y le tendió la mano, y el hombrecillo se la agarró. Miles de millones de galaxias, eones, una eternidad de tiempo y de espacio se unieron en aquel instante, en aquellos dedos grisáceos y correosos que se encontraban como una reunión de gusanitos cálidos y cariñosos en la madrugada.

—Acompáñame al paquistaní, compadre. Vamos a pillarnos un buen Rioja y verás como te recompones.

El hombrecillo anduvo unos pasos al lado de Juan Eduardo, titubeante y tembloroso. Entonces escucharon un sonido parecido al del agua cuando empieza a hervir: la nave se había desintegrado con suma timidez y la clara oscuridad había regresado al barrio.

—Te lo dije —se jactó Juan Eduardo—. Te lo dije, hermano. Si te descuidas, te desintegras. ¡Si no llega a ser por mí…!

El hermano extraterrestre hizo un mohín de pánico y luego dio un suspiro de alivio. Se colgó del brazo de Juan Eduardo y siguieron andando así hasta la tienda del hombre de Bangladesh, que resultó estar abierta.

Juan Eduardo compró dos botellas de tinto Señorío de los Llanos y una de Champán Dubois.

—Eso no es Rioja, compadre —se lamentó el alienígena que se parecía mucho a Juan Eduardo.

—Eso, ahora vas tú y te pones exquisito. Lo que me faltaba. Es lo que hay, chaval.

Compartieron las tres botellas. Al mediodía ya estaban roncando.

Algunas vecinas del barrio comentaron que Juan Eduardo se había traído a su hermano el de Albacete o de Almagro o algo así. Y dijeron que eso está muy bien, que le hará mucho bien no estar tan solo en el mundo. No está bien que el hombre esté solo.