Durante varios segundos, he sido profesor de esgrima y judo, he dado clases de literatura, he trabajado como guía de viajes y he sido acompañante en primeros viajes espaciales, pero esas impresiones, que transcurren en una oscuridad inconsciente, no pertenecen a mi vida, y cuando recobro la visión descubro que estamos en Navidad, en un salón abarrotado, y estoy de rodillas junto al gran abeto familiar, colocando los últimos regalos.
Hace dos años, me incorporé a un proyecto experimental para que me hibridaran digitalmente con una inteligencia artificial llamada Allen, con la que comparto una parte de mi existencia. La ventaja es que envejezco más despacio y puedo acceder a numerosos conocimientos; el problema es que ella es quien decide cuándo incorporarse a mi mente, y para hacerlo tiene que reiniciarme desde cero. Eso implica apagar completamente mi conciencia, dejar de acceder a todos mis recuerdos durante varios segundos y volver a arrancar desde las tinieblas. Durante el proceso, me invaden imágenes que no me pertenecen, que son de otras vidas con las que cohabita Allen. Cuando recupero la conciencia y los sentidos, recupero también mi vida.
En el salón, reconozco a mis tres hermanos y a mis dos hermanas con sus siete niños, que poco a poco toman nombres; también hay primos y amigos. Es una buena fiesta, pero no siento ninguna emoción. Presiento que algo ha ido mal y no atiendo demasiado a Allen mientras me proporciona un aluvión de datos sobre todos los presentes.
Un hombre de mediana edad me tiende la mano con una media sonrisa.
—Alisa, Fede necesita ir al baño.
De alguna manera, reconozco esa cara, es Albert, general de la 1.ª División de Marines de Pendleton, pero imagino que debe haber un cruce de información, porque yo soy Augusto, director de una sucursal bancaria felizmente casado con Manuel, y la verdad es que no tengo hermanos.
Al alargar la mano para dársela a Albert descubro unos dedos largos y femeninos. ¡Dios!, son mis dedos. Por un momento, siento la tentación de llevarme la mano a la entrepierna, pero entonces me encuentro con los ojos marinos de un niño rubio que me mira con ansiedad y descubro que es Federico, mi hijo.
—¿Dónde está el cuarto de baño? —le pregunto con brusquedad a Albert mientras agarro al niño por el brazo y le hago perder contacto con el suelo.
—¡Por Dios, coronel! —me grita Albert—. ¿Ya no reconoce ni su propia casa? —y se ríe con una carcajada, inmediatamente secundada por mis hermanos y hermanas.
—Estás pedo —dice mi hermana menor, Corina, apodada la Serpiente de Afganistán.
Salgo de la habitación arrastrando a Fede, esperando que Allen me oriente. A la derecha de las escaleras está el lavabo de invitados. Entramos, cierro la puerta con el pestillo, empujo al niño hacia un rincón y me bajo los pantalones delante del espejo.
El niño me mira sorprendido, el monstruito tiene solo dos años y la fuerza de un cocodrilo, pero no estoy para bromas. Y tengo el sexo mojado.
¿Qué está pasando aquí? Allen, ¿quién soy? ¿Qué has hecho?
Allen no contesta, pero espero y detecto que me va a reiniciar otra vez y devolverme a mi verdadero cuerpo. Me siento en el suelo, junto al inodoro, mientras el niño arquea los labios y empieza a hacer pucheros.
—Espero no devorarte antes de convertirme en tu verdadera madre, pequeño, la coronel Verhoeven, conocida como la Come Hombres —y descubro mi cara reflejada en un espejo que hay entre las baldosas de la pared, bajo el lavamanos.
Alisa lo puso ahí porque no es la primera vez que la coronel se sienta entre el inodoro y el bidé después de vomitar y quiere descubrir en su propia mirada si ha llegado el momento de la muerte. Lleva el pelo corto y rubio con un gran flequillo, tiene los ojos muy azules, penetrantes, los labios sensuales, cuarenta tacos y tres niños, es adicta al alcohol y a los estimulantes, al sexo fácil con soldados de rango inferior y a encerrarse con la tropa y gases lacrimógenos en la oscuridad, solo para practicar el contacto físico en situaciones de emergencia y no me atrevo a mencionar cuántas depravaciones más. Tampoco sé si voy a tener tiempo de llorar, porque, en el espejito, esos ojos celestes enrojecen como si se hubieran bañado en vinagre. Busco en mis manos, no tengo ningún arma con la que volarme la cabeza. ¿Por qué hago esto? ¿Deseo morir? Alisa, ¿por qué haces esto cada vez? Me aterra y me excita a la vez. Creo que voy a masturbarme. El niño tiene las mejillas llenas de lágrimas, me mira espantado y no tardará en gritar como un cordero degollado. No es la primera vez, ¿verdad, Fede? ¿Cuánto tardará en venir tu padre, romper el pestillo y recoger mis pedazos? Por mi mente desfilan las caras de todos los soldados que han pasado por mi vientre.
De pronto, llega el reseteado, la vida de Alisa como un mal sueño que se acaba y del que no quieres olvidarte. Esa cercanía de la muerte es adictiva, me atrae profundamente. Allen tiene problemas para reiniciar. Déjate ir, me dice, pero no quiero volver a la vida de chupatintas de Augusto, me gusta la de la coronel y todo lo que la envuelve.