Odio a las personas inseguras. Apestan a miedo y a derrota. Para mi empresa son un caramelo, pero a mí me producen un tedio insoportable. A mi amigo Sancho, nombre ficticio por el que era conocido, así como sabes que Luca no es el mío, tampoco le gustaban nada. Sancho pasaba de los cuarenta años, su barriga hacía tiempo que se había hecho dueña de sus pantalones y cuatro pelos se empeñaron en no dejarlo más calvo que Filemón. Me caía bien, no se podía decir que él fuera un triunfador, pero lo que era innegable es que poseía una dialéctica interesante.
—Tengo mi propia teoría de por qué la gente elige un asiento en un espectáculo o en un teatro —me dijo un día, entre bocado y bocado de un estupendo bocadillo de morcilla y longaniza—. Aquellos que eligen sentarse delante son personas muy seguras de sí mismas; con capacidad para liderar el mundo financiero, mostrar sus encantos y mirar altivos al resto de la gente. Sin embargo, sus dotes de sociabilización son más bien escasas. Sus educadas sonrisas no muestran lo que en realidad están pensando. Monstruos con máscaras de oro y corazón de hielo. Los que se sientan detrás son los que quieren pasar desapercibidos, no poseen muchos recursos económicos y suelen ir a estos eventos por obligación. Sufren de ignorancia supina y se pasan todo el tiempo con el móvil, sin prestar atención ni al que tienen enfrente ni al de al lado. Poco dados a que les impongan unas normas y bastante ajenos a lo que pase a su alrededor. Peligrosos en sí mismos por su escasa capacidad de contención. Pero, al menos a unos y a otros, se les ve venir. Los que se sientan al medio son los peores. —Cuando hablaba de ellos, su voz y su gesto se endurecían. Me recordaba a un maestro de escuela riñendo a sus alumnos—. Acuden a estos eventos por pura inercia social, arrastrados por una marea de opiniones, ya sea de la gente que les rodea o de las críticas más populares. No poseen una abultada cuenta en el banco, pero les gusta aparentar; suelen alardear ante sus amigos de que han encontrado una buena oferta al comprar con uno o dos meses de antelación las entradas. No arriesgan nunca. Son conservadores, precavidos y mortalmente aburridos. Son personas que tienen muy difícil llegar a saborear el éxito, tal vez consigan lamer una esquina, pero siempre tendrán el regusto amargo de la mezquindad en el paladar.
Sancho incluía en este apartado a los que compran el billete de un avión, eligen el camarote en un barco o asiento en un tren, e incluso a los que prefieren una plaza u otra en un autobús. Mi amigo era de los que matan por convencimiento moral.
—La vida no merece mediocres —me dijo, bebiendo un largo trago de vino—, el poco aire puro que respiro quiero compartirlo con aquellos que valga la pena tomarse un café o disfrutar de un buen bocadillo frente al mar.
—Totalmente de acuerdo con usted. Pero, ¿cómo sabe si la persona que selecciona entra dentro de ese baremo? ¿Alguna vez se ha equivocado en su apreciación? —le pregunté mientras yo me hacía con mi bocadillo de tortilla de patatas.
Hago un inciso para aclararte que nada tienen que ver mis gustos refinados con saborear los estupendos manjares de esta tierra, en la que ahora me encuentro. Si Sancho quedaba conmigo para almorzar, mi estómago sonreía antes incluso de bajar del avión (primera clase, por supuesto).
—Jamás —afirmó, rotundo—. Mi método es infalible.
Mi pregunta no era baladí. En esa ocasión, mi visita no era cordial. Yo estaba allí porque Sancho había errado en su diagnóstico por primera y última vez en su vida.
Su escenario preferido era uno de los cines de reestreno que aún sobreviven en el enjambre de esta ciudad tecnológica. Solía ir los domingos por la noche. Adquiría su entrada y se acomodaba en los asientos de atrás.
—No falla, justo cuando se apagan las luces, los mediocres entran en la sala. Como el tipo al que le di papeleta hace dos días —me dijo friccionando los dientes—. Arrastraba los pies por el pasillo, como si viniese de su propio funeral. Entró solo, cargado con un refresco y una bolsa de papas. Dudó si sentarse al principio, al medio o en un lateral, mirando todos los asientos como si ellos le fueran a responder. Poco le importó que la película ya hubiera empezado o que su cuerpo tapara la pantalla justo en el momento en el que a Meryl Streep se le veía una teta. Eso sí, se deshizo en miradas absurdas de disculpa entre los que ya estábamos en nuestro asiento. Cada vez que el plastiquito del aperitivo salado crujía, se acurrucaba en la butaca. Un capullo integral, se lo aseguro.
Sonreí y pedí la nota. A Sancho se le iba la lengua, inflamado de apasionamiento. Por desgracia, el tiempo se estaba terminando para ambos.
—Y fue entonces cuando decidió sacarlo de escena, ¿no?
El sudor empezaba a perlar su frente. Se limpió con un pañuelo de tela y lo achacó al efecto del vino con el que yo le había obsequiado nada más verle. No iba desencaminado.
—Vi que el tipo se incorporaba —continuó— y supe enseguida adónde se dirigía. Esta gente no tiene un sistema urinario, se lo digo yo, tienen un caño de agua. Y, ya lo decía mi madre: «De casa hay que venir meado y cagado». ¿No le parece a usted?
—Su madre no solo era sabia, sino también una poeta —afirmé y agarré mi abrigo—. Salgamos y me sigue contando.
Se levantó con esfuerzo y un ligero mareo le hizo tropezarse con la silla.
—¿Se encuentra bien? —le pregunté.
—Vaya caldo peleón que me ha traído hoy, amigo. No es propio de usted. —comentó con un ligero rubor en las mejillas.
—Necesita respirar un poco de Mediterráneo.
Lo acompañé al exterior y dimos la vuelta al restaurante. El parking estaba situado en un descampado muy tranquilo y en esos momentos no había nadie, salvo Sancho y yo.
—Como le decía, le seguí hasta los lavabos. Y, cuando comprobé que estábamos solos, cerré la puerta. Le pillé meneándosela frente al espejo. Las lágrimas le recorrían el rostro como si fuera un tierno corderito. Por poco vomito. Le sujeté la cabeza por detrás y se la estampé contra el cristal. Suelo ser más discreto, pero ese tipo me había puesto de mala leche. Le rompí el hueso hioides y me marché.
En ese instante, Sancho sintió que el cuello de la camisa lo asfixiaba y el aire desaparecía de sus pulmones. Se agarró a mi jersey para no caer.
—Creo que no me ha sentado bien el vino.
Lo acogí entre mis brazos y le posé en el suelo. Nunca hablo con mis víctimas, pero él no era un desconocido.
—No es por el vino, Sancho, sino por el veneno que llevaba dentro —le susurré—. Lo siento, amigo, pero el tipo al que mató, pertenecía a los de la primera fila. Era un respetado hombre de la mafia que acababa de enterrar a su esposa y que solo quería pasar un rato agradable en el cine donde había estado con ella la última vez.
Abrió mucho los ojos y una lágrima se quedó a medio camino cuando le llegó el aliento ronco del estertor. La autopsia diagnosticó que había sufrido un infarto. A nadie pareció extrañarle.
Algunas veces, no disfruto tanto con este trabajo.
Consejo número tres: Trae siempre tú el vino a una reunión. Sobre todo, si el evento es con amigos a los que hace tiempo que no ves o crees que son de los que se sientan en primera fila.