Cuando en una finca de varios pisos hay obras que afectan a las bajantes que recogen las aguas negras del edificio y las conducen al inframundo, se desata el pánico entre los vecinos. Primero porque hay que hay que pagar entre todos, afecte el daño al piso que sea, ya que se trata de elementos comunes. Todos echan mano del bolsillo y exclaman “¡Esto no afecta a mi piso!”. Pues no afectará, pero tienes que aflojar la mosca igualmente, listillo. Y esto no es nada. Lo peor viene cuando aparece en el portal el ominoso cartel de: “Hasta nuevo aviso se prohíbe usar todas las cisternas y desagües de cocinas y cuartos de baño”, lo cual afecta a nuestras necesidades de homínidos civilizados, acostumbrados a evacuar en los váteres de pedestal y en los urinarios de pared.
Algunos reprimimos nuestro desagrado ante estas molestias recurriendo para consolarnos a los recuerdos de infancia, cuando en los pueblos había que aliviarse en el corral con riesgo de que las gallinas te picaran en el trasero, o de las acampadas sin camping, que actualmente parecen hoteles de varias estrellas y tienen cuartos de baño, o a los viajes mochileros a países en desarrollo que se estilaban entre la juventud en nuestra época. Recuerdo especialmente los retretes de “placa turca”, tan abundantes en los países islámicos, en los que había que recuperar la memoria simiesca y natural de cagar en cuclillas, costumbre, por otra parte, muy buena para la salud según dicen algunos médicos y naturistas. También existía, y existe, en caso de necesidad perentoria por lo de las bajantes, el remedio de la “bolsa de plástico voladora”, como se ve en la genial película de Agustí Villaronga El rey de la Habana, o la clásica bacinilla de nuestros antepasados del Barroco, cuyo contenido, cuando se llenaba el recipiente, iba a parar a la calle por la ventana sin el menor miramiento al grito de “¡Agua va!”.
No haremos aquí la historia de nuestro amado cuarto de baño o incluso de aseo, del que ya han tratado los sabios que han dedicado y dedican sus afanes al estudio, tan necesario, de la vida cotidiana de nuestros antepasados y antepasadas, como el preclaro Georges Duby, ni al banquete à la rovescia de la película El fantasma de la libertad de Luis Buñuel, pero no quiero terminar este ramalazo nostálgico, que no escatológico, sin referirme a una costumbre rococó que me arrebata las mientes desde que la conocí.
Dicen las fuentes literarias que antes de la Revolución Francesa, cuando las damas preveían que la tertulia o el evento al que habían sido invitadas iban a durar lo que no está dicho, solían llevar debajo de la falda y colgando de las ballenas del cinturón del tontillo o panier, precursor del miriñaque decimonónico, un orinal de porcelana en forma de libro, del que se servían en caso de necesidad perentoria –los caballeros se limitaban a orinar contra la pared del jardín o del hueco de las escaleras-. Nunca acertarían ustedes, amigas y amigos, con el título que figuraba en la tapa del volumen mingitorio: Historia de los Países Bajos. Yo tampoco lo creería si no lo hubiera leído en una fuente histórica de toda solvencia.