¿Cuántos sambenitos me han colgado ya? La estrella de la difamación, esa soy yo. Que tengo pocas luces, dicen unos; otros, que soy más falsa que la plata que da brillo al espumillón. No falta quien afirma que, en lugar de corazón, me late un gélido copo de nieve, que me deslizo sobre la vida como si viajase en trineo, sin hacer nunca piña con nadie. Me acusan de ocultarme tras un disfraz de campanillas, un ángel diabólico que entrega caramelos corruptos, venenosa como muérdago, cuya mirada tierna, de reno herido, esconde una profunda oscuridad.
Mentiras. Todo son mentiras, bolas, infundios. Pero bajo ese espeso ramaje de maledicencias, también se me ofrece un regalo: saber que no son más que el reflejo de sus propias miserias, que no los necesito para adornarme a mí misma.