La tarde se espesa y cae la noche. Mauricio y un servidor picamos algo en la taberna de la esquina y hablamos de lo primero que se nos ocurre. A mí me da por decir que en este mundo no hay justicia, que hay mucho animal sin cencerro y mucho inocente en chirona, pero Mauricio discrepa:
—La solución no está en el cencerro. A veces, con un poco de suerte, el culpable se arrepiente antes de ir a la cárcel. Y es que la propia vida ejerce de escuela de virtud. Ayer mismo visité al hijo del embajador de Francia en la cárcel de Picassent —Mauricio sorbe del carajillo y se relame. Nos lo repartimos, como buenos hermanos: sorbito el uno, sorbito el otro, vamos calentando el gaznate sin atufarnos de coñac y sin que el café nos quite el sueño.
—¿Y qué hace allí? —pregunto de pasada, aunque me lo imagino.
—El chico llegó a España desde Colombia con tres condones de heroína en las tripas. Lo pillaron en el Clínico, cuando se presentó, muerto de miedo, porque no los sacaba. ¡Sería el hijo del embajador, pero le cayeron nueve años como nueve soles!
—¡Nueve años! Y la embajadora, ¿cómo se lo ha tomado? —No ignoro que Mauricio estará al corriente. Hace años trabajó en Bogotá al servicio de la embajada francesa. Cada vez que el embajador salía de viaje, Mauricio se encargaba de contratar a unos cuantos jovencitos para darle gusto a la embajadora. Nabos y pepinos autóctonos o foráneos, tanto da.
—¿La embajadora? Está destrozada. Piensa que René es su único hijo y lo tiene muy enmadrado. El chaval se crió en malos ambientes. Primero en Panamá, donde se enteró que su padre prefería los caracoles a las almejas, lo cual no es cuestión menor. El embajador también se dedicaba al tráfico de armas en sus tareas de representación; pero esto no cuenta, porque el asunto está muy generalizado. ¡Pobre René! Lo peor fue en Colombia, donde tuvo que salir huyendo de casa para no oír las orgías de su madre. De ahí a convertirse en burrito de carga no hay más que un paso.
—¡Pobre embajadora! Lo estará pasando muy mal —comento, por decir algo.
—Así es —continúa Mauricio—. Hace unos días me telefoneó desde Manila para que le llevara algunos libros al chico. Por lo visto quiere sacarse la carrera de filosofía para aprovechar el tiempo. Descartes, Foucault y cosas así. Yo creo que ese gusto por las letras le viene de su compañero de celda, un alemán que lee a Heidegger.
Nos levantamos y salimos a la calle. Paso lento. Acompaño a Mauricio hasta la puerta de su bloque y escucho el final de la historia, que me deja perplejo:
—Ese alemán parece un tipo refinado… Me ha dicho René que estará en la cárcel tanto como él: nueve años. ¿Drogas? ¡Qué va! Al alemán lo metieron en chirona por matar a su mujer y trocearla con una radial. ¿A ti qué te parece? ¡Con una radial!
—Pienso que es una porquería. Resulta más limpio tirar el cadáver a un vertedero —apunto.
—Según René —concluye Mauricio—, su compañero de celda no es un tipo violento. Incluso puede decirse que está completamente regenerado. No tiene ninguna intención de matar a nadie más. Muerta su mujer, el resto del mundo le importa una mierda.
—¡No hay derecho! —me despido, sin saber ni siquiera lo que quiero decir.