Tardes de cine con Howard Hawks. Río Rojo (1948), con John Ireland y Motgomery Clift.
Entre las 3 y las 4 el cinéfilo tiene un amplio catálogo de opciones a su alcance. Puede irse de atraco y encontrarse con un amigo, un admirador, un esclavo, un siervo; también puede coger un tren y apearse camino de Yuma; y a partir de las cuatro ver a James Dean en una mañana al este del edén tirando piedras a una casa blanca. Pero a las tres y media de la tarde de los sábados de mi infancia, puntual, sin ese interminable muestrario de isobaras, fotografías absurdas de personas que envían una foto de su pueblo para que se vea lo soleada que estaba la mañana o lo nevada que estaba su montaña, predicciones del tiempo en Sarajevo para el jueves y en Edimburgo para el miércoles, llegaba la «sesión de tarde». La cita esperada durante toda la semana porque era, casi siempre, sinónimo de aventuras, guerras, destrucción, heroísmo, muerte. También había anuncios, pero parece que molestaban menos que ahora o duraban menos tiempo, incluso veíamos todo en un viejo televisor en blanco y negro con un solo canal cuando ya existían dos, el segundo ese misterioso e iniciático llamado enigmáticamente UHF.
Eran sesiones de televisión que tenían un algo de familiar, de sobremesa sin siesta. Ahora se diría que abundaba la violencia, pero a aquellos niños sin móvil, sin portátil, sin videojuegos ni consolas, nos gustaban las películas de guerra y siempre queríamos que ganaran los americanos enfrentados a los alemanes a los que entonces no se llamaba nazis. Nos gustaban las películas de «indios» porque siempre aparecía el séptimo de caballería a toque de corneta para vencer a aquellos salvajes que no sabían hablar, eso hasta que veías Murieron con las botas puestas y sentías, quizás por primera vez, el amargo sabor de la derrota completa. También hacían furor las películas de «vaqueros», aunque tendríamos que haberlas llamado de pistoleros porque vacas no solía haber muchas salvo en Río Rojo, y a ninguno de mis amigos nos faltaba un colt en nuestro ajuar de juguetes en el que se introducía una rueda de fulminantes que hacía el ruido del disparo mientras dejaba en las habitaciones de nuestras casas un inconfundible olor a pólvora quemada. También había películas estupendas y claustrofóbicas que sucedían en el interior de un submarino mientras las cargas de profundidad de los barcos japoneses explotaban a su alrededor intentando hundir a la tripulación, porque mira que los japoneses daban mucho más miedo que los alemanes, y ahí estaba Objetivo Birmania para corroborarlo, por eso celebrábamos los bombardeos de 30 segundos sobre Tokyo.
Apenas recuerdo películas de ciencia ficción a esas horas de la tarde, alguna vez tocaba La guerra de los mundos o Ultimátum a la tierra, aunque mi preferida era El planeta prohibido o quizá El planeta de los simios. Y cuando ponían comedias se me torcía el fin de semana, porque siempre estaba deseando disparos, flechas y espadas. Y no me hacían gracia Danny Kaye, ni Abbott y Costello; y para reírme con Jerry Lewis tenía que aguantar la presencia de Dean Martin, y ya no digamos si tocaba un musical de Elvis Presley o algo tipo El mago de Oz y su camino de baldosas amarillas. Pero si había algún tipo de películas preferidas por encima de otras eran aquellas en las que la gente volaba, y no precisamente por efecto de las explosiones. La aventura, para un niño tímido y solitario, se ajustaba perfectamente a la imagen de un héroe de ficción trasladándose por el aire mientras sus manos agarraban una liana, un cabo marinero o un cordón de una cortina, y era lo mismo si la película era de aventuras marinas, orientales, selváticas o en el bosque de Sherwood; el héroe, reproducible hasta el sábado siguiente en que otro pudiera tomar el relevo, era el intrépido funambulista, aunque eso sí, si el vuelo se mezclaba con el circo el rechazo era tal que me volvía con mis juguetes a la habitación y huía de la cita semanal.
Me gustaban Monty Clift, John Wayne, Kirk Douglas, Burt Lancaster, Cary Grant, James Stewart, Gary Cooper, pero mi preferido por encima de todos era Errol Flynn. No sé por qué, pero siempre transmitía su mirada un brillo especial, una alegría de vivir inigualable. Luego resultó que ese brillo especial en la mirada puede que estuviera provocado por la ayuda inestimable de sustancias dedicadas a cambiar el aspecto real del mundo, pero a mis ojos infantiles no llegaba ese tipo de información o prejuicio. Toda mi infancia viendo y recordando las escenas en blanco y negro para descubrir, ya bastante pasado de años, que esas tonalidades grises se correspondían con un luminoso verde y un apagado marrón, los colores perfectos para que el ladrón más famoso de la historia se camuflara en el interior del bosque. Cómo disfrutaba con la escena de la cena en el castillo, cuando aparece Robin llevando un venado sobre los hombros para provocar a Sir Guy de Gisborne (estupendo Basil Rathbone) en presencia de Lady Marianne (Olivia de Havilland siempre unida al desastroso recuerdo de Little Big Horn y el general que no era general) y posteriormente sobrevolar la estancia colgándose de la lámpara. Retomemos el vuelo. Y en el vuelo, el alarido. «Tú Jane, yo Tarzán». De liana en liana, eso sí que era volar. Aquello era el paraíso perfecto. Comida al alcance de la mano, una chimpancé por sirviente, te cae una novia del cielo y, literalmente, un hijo (cuidado que para camuflar el sexo se inventaban cada historia….), los animales te obedecen, siempre morían los malos, algún porteador negro terminaba con sus huesos al final de un precipicio, un león y un cocodrilo; pero lo especial de todo aquello era tener una casa en lo alto de un árbol enorme y desplazarte a toda velocidad sin tocar el suelo y sin que ninguna liana te jugara una mala pasada. Normal que el actor (por llamarlo de alguna manera) terminara creyéndoselo, como le pasó a Bela Lugosi también, son los riesgos de la especialización en el trabajo, que te embruteces.
Pero hubo otros voladores ilustres también, aquel descenso por la cortina aprovechando el cordón de Douglas Fairbanks Jr. en El ladrón de Bagdad, una película muy perdida en la memoria pero en la que me atraía más ese descenso que el vuelo en la alfombra mágica. Y aunque el más vividor fuera Robin de Locksley dejo para el final al más burlón, y al que me parece mejor actor de toda esta galería de atractivos héroes infantiles. En este caso acompañado, porque la acrobacia y el saltimbanqui queda más estético cuanta más gente ejecute el salto al unísono en perfecta sincronía. El capitán Vallo (los barcos de vela siempre han sido muy propicios a suspenderse en el aire) y su lugarteniente Ojo, Burt Lancaster y Nick Cravat en El temible burlón de Robert Siodmak, (The Crimson pirate), una historia de piratas (esta es la excepción entre buenos y malos, siempre me parecieron más atractivos los piratas que la Marina), ingleses petulantes, revoluciones caribeñas, mar, buen tiempo, amores y sinvergüenzas. Otra película inmortal que permanece intacta en el recuerdo y se disfruta como si fuera la primera vez todos y cada uno de sus visionados. En el fondo el cine también se forja con su recuerdo, una mirada que se graba a fuego en algún lóbulo cerebral y es más difícil de borrar que aquello que acabas de leer. Me resulta imposible olvidar ese pecho atlético, esos bíceps de acero, esa sonrisa diáfana, esos dientes perfectos, esos ojos azules, esa sensación de libertad y felicidad que irradia la imagen de Burt Lancaster antes o después de saltar por los tejados de las casas de la isla de Cobra y reírse de todo el orden establecido.