Nadie con dos dedos de frente discutiría las aportaciones de Mimar Sinan, Sir Christopher Wren, Charles Édouard Jeanneret, Ieoh Ming Pei o Frank Lloyd Wright al skyline superficial del mundo.
Nadie las de Mies van der Rohe, Gaudí o Le Corbusier. Las de Zaha Hadid, Julia Morgan, Kazuyo Sajima, Lina Bo Bardi o Charlotte Perriand.
Desde Imhotep (el primer Da Vinci de la Historia) los arquitectos moldean la epidermis del mundo, sobornan a los dioses que gestan la belleza, amordazan al aire con la masa del tiempo. Con la masa del tiempo amortajan al ego que niega la penumbra.
Nadie con dos dedos de frente les negará el mérito. Pero hay seres que levantan vivencias en el aire con mil manchas de tinta y algún blanco papel. Seres que ensanchan las costuras del mundo, seres que definen (ahí es nada) el skyline de la vida.
El perfil de lo humano levanta del silencio cuando media un arquitecto piedra sobre piedra, pero vuela o levita en manos de Shakespeare.
Conmueve, a qué dudarlo, la Cathédrale Notre Dame, pero un texto de Hildegarda de Bingen desertiza al lenguaje y deflagra al lector que lee sus palabras.
El espíritu humano es más espíritu y el cielo más alto (no sé si más azul) porque nació Hölderlin, existió Rilke y antes de él Johann Scheffler: Ángelus Silesius.
Y Domenico Scarlatti y Georg Friedrich Händel y Juan Sebastián Bach y Jean Philippe Rameau: arquitectos del alma y su silencio.
La médula espinal de la espuma.