Aunque vea mis ojos brillar, aunque me note una sonrisa permanente, no me lo tenga en cuenta. Siento alegría al estar junto a usted, mi lenguaje corporal le habrá informado de eso, sin duda. Espero que no se llame a engaño con mi capacidad pulmonar; soy de natural enclenque aunque le impresione mi tórax artificialmente henchido. Habrá notado naturalidad en mis gestos: nada de miembros cruzados, sino desparpajo en mis diversas sonrisas y ese andar acompasado al suyo. Todo es natural en mí cuando estoy a su vera, cómodo desde la primera vez que nos vimos, allá por el verano, en aquel garito de Huertas que nos regalaba música de garrafón, asidos ambos a sendas copas, vislumbrándonos por el rabillo del ojo y enfocándonos como león acechante a gacela, mutuamente, como pipiolos dispuestos a poner toda la carne en el asador que vino después, en su casa, creo recordar, a pesar del etílico que nos envalentonó. Desde entonces sus ademanes y los míos han engranado como una coreografía digna de Bob Fosse: un brazo esperando al otro, un contoneo y un acercamiento pélvico a lo Elvis, un latigazo de sus cabellos y un giro espástico de mi cuello bailando Thriller… Si eso no es comunicación, que venga Jakobson y lo vea. Perdona, empecé sin tutearte, y disculpa que no me enamore.
No es amor, sino humor. Del que me gusta, el que me arranca carcajadas a más no poder. Nos partimos de risa entre polvo y polvo, por esto o aquello, por ese estilo desenfadado de entendimiento, por un «quítame allá esas pajas» —¿te acuerdas?—, «¡por dónde!?… O cuando dijiste aquello de «más vale maña que vasca» y, en lugar de echarte una jota, saliste por peteneras. Porque sí, porque eres así de flamenca y atrapas en la red a este valonazo que adora el francés de tus labios superiores. Los que también corrigen los míos cuando pronuncio como el culo el idioma de Chéspir para susurrarte la única canción que me sé de los Beatles: «¡Cómo que ‘olmaichabelsimsufaregüey’!; pareces el Príncipe Gitano perpetrando In the Guetto…». Me parto la caja siendo atracado por tu regocijo, y seguimos atracándonos a retruécanos y chismes de «sálvese la parte» —»¡Sálvame, por favor!»—. O cuando me incitas a bailar salsa mientras te pongo acento cubano. O cuando te marcas una danza del vientre en el pasillo de la fruta del Ahorramás. Eres tan divertida, que mis neuronas (o lo que sea) entran en el hiperespacio sin coordenadas, a lo tonto modorro, sin miedo a toparse con el escudo deflector de la Estrella de la Muerte. Y clavas tu espada láser en mí preguntándome qué es alegría, cuando, pedazo cabrona, alegría eres tú. Aunque en serio te pido que disculpes que no me enamore.
¿Y qué me dices de Caetano? O samba e o tango, bossa nova, fado o boleros nos mecen entre olas de caricias y arrumacos. Sabes también que me arrastras tras-tras-trás tus vaqueros ajustados, al riff del Whola Lotta Love, ¡madita seas, que sabes tan bien! Como en un arpegio, tus dedos tiran de cuerdas invisibles que reverberan en mi piel de gallina cuando bailas por bulerías. Una melodía diferente cada día, a cual mejor. Armonía, pero disculpa que no me enamore.
Pienso como antes de conocerte: que uno podía sentirse en el infierno deambulando por Bali sin las personas adecuadas, o en el paraíso en mitad del Gobi con una persona estupenda. Contigo cualquier escenario es de ensueño: se tapizan los campos de tulipanes, se cubren los antros de terciopelo o nos colamos en un cuadro de Canaletto. Nunca sé cómo logras transportarme siempre. Siempre es así, como si no acabara nunca. Donde vayamos, donde estemos, quizá por eso no me pides la Luna, quizá porque ya suponías que no iría a-Marte, y disculpa que no enamore.
O quizá no me pides la Luna porque la veo en cada uno de tus ojos. O es reflejo cuando te miro y solo cabe una reflexión: que eres aún más bella por dentro. Una mirada tuya me promete que lo imposible es posible y a la vez me invita a seguir persiguiendo anhelos inexistentes. Me inoculas lo sublime haciéndolo tan objetivo, que pareces atesorar toda la bondad en un parpadeo. Hasta que esa mirada de gato de Shrek me desarma y sucumbo a todo… menos a enamorarme. Disculpa.
Ya ves que nada marchita nuestra relación, que siempre existe la tensión justa, los niveles óptimos de adrenalina que mantienen esa ansiedad por volver a verte. Es curioso, porque la siento incluso estando contigo. No necesito más dosis de dopamina ni feniletilamina, aunque me encanta hartarnos a chocolate, ya sabes. Eres suficientemente afrodisiaca, lo tienes todo para tenerme, pero el caso es que no quiero que nadie me tenga y, por eso, señorita, sigamos como hasta ahora y disculpe que no me enamore.