“Por si alguno de ustedes no se ha dado cuenta todavía, hoy es veintitantos del tantos, día de las elecciones generales…” la voz ha salido disparada del televisor trepanándome la frente e iluminándome el cerebro. Así ha sido como, en algún momento impreciso de esta tarde, se ha hecho de día en mi cabeza: de un fogonazo. Me duelen los ojos como si me hubiera despertado de un coma largo y pantanoso durante el cual los hubiera mantenido abiertos.
Ciertamente, la locutora pretendía ser irónica. ¿Cómo no iba a darse cuenta uno, con tanta contaminación electoral, de qué día es? Pero la verdad es que no iba tan desencaminada. Si miro la sangre reseca que cubre el cuchillo reposado en mi regazo me percato de que no tengo la menor idea ni de qué día es, ni de cuánto tiempo ha transcurrido desde que entrara en esta casa que no es la mía. Me doy cuenta de que, aunque me hubiera pasado las últimas semanas paseando por una ciudad repleta de árboles iluminados, de escaparates brillantes y yanquis gordos de trapo -ahorcados en las barandas por añorar la Gran muralla china-, si la voz me hubiera anunciado que hoy es veinticinco de diciembre, la Navidad me hubiera cogido igualmente por sorpresa.
Así que es día de elecciones. Lo había olvidado.
Pero no todo está perdido.
Recuerdo perfectamente a la mujer que yace apuñalada sobre el suelo del comedor. Ahora está tendida sobre un lecho de sangre gomosa que empapa la alfombra. A pesar de que las persianas están casi bajadas y las cortinas corridas, puedo observarla sin problemas desde el sillón orejero –en el que, por lo visto, he permanecido sentado todo este tiempo-, gracias a que el televisor parpadea persistentemente luces y brillos sobre su cuerpo.
¡Claro que recuerdo a esa mujer! Aunque no la eligiera yo.
En cambio, sí escogí el cuchillo. Me decanté por éste en particular por ser lo suficientemente grande. Lo tomé entre mis manos. Lo sopesé. Y cuando el brillo de su hoja, al acercármela, me devolvió el reflejo de una sonrisa rota como de luna menguante, ya no albergué ninguna duda. Era ése. Mientras acariciaba su filo con mi pulgar, me dije que había hecho una buena elección.
O Tal vez, él me eligiera a mí. No lo sé. Todo son dudas desde que el televisor me hace guiños.
Sí. A mí.
Y la presentadora del informativo también. Ella me sonríe con ojos zalameros desde su escote generoso. Y no sólo eso. Muchísimas veces me instruye. Pero no siempre es permisiva. En ocasiones me advierte y me regaña. Si no es demasiado tarde ya, me asearé e iré a votar. No quiero que me tenga que insistir y se me enoje. Es mejor hacerle caso.
Ella, la locutora, es caprichosa, pero me quiere. Lo sé. La prueba está en que me seleccionó a mí de entre todos vosotros. Pero no puedo presumir de ello ante nadie y me entristece verme obligado a fingir indiferencia, a no ser que estemos solos.
La primera vez que hablé de nuestra relación fue un fracaso embarazoso. Intenté explicárselo a mi hija cuando me sorprendió haciéndome unas inocentes fotos con el Pato Donald.
— ¿Qué haces en Paris, Papa? – Al parecer llevaban días buscándome.
No se tapó la cara con las manos -como yo esperaba- ni se desplomó indispuesta sobre el suelo tapizado de confeti cuando se lo solté: “la locutora de la tele me ha mandado venir”. Simplemente dejó caer los hombros, lanzó un suspiro hondísimo y mandó a la mierda a Pluto quien se acercaba ofreciéndose para una instantánea que inmortalizara el momento. Al parecer, entendía el español a la perfección. Hoy en día puedes encontrar españoles con éxito en todas partes.
Por lo visto, mi hija albergaba sospechas y mi confesión no hizo otra cosa que confirmárselas. Así que tomamos cartas en el asunto. Lo decidimos juntos. Supuestamente.
Mi hija me llama una vez por semana aunque no hemos vuelto a hablar del asunto de París.
— ¿Te tomas la medicación, papá? — Claro que me la tomaba, hasta que la presentadora se cambió el peinado. Y se lo dije. Pero se ve que lo hice demasiado tarde. Zambulló la mirada en su escote televisivo y luego me miró a mí, coqueta, poniendo morritos de hacer pucheros.
—Hace días que me he cortado el pelo y no te has dado cuenta hasta ahora. ¡Malo, más que malo! — Fruncía los labios como una L-o-l-i-t-a mal criada i los acercaba a la pantalla. Yo me sentaba en el suelo y le acercaba la mejilla— Son esas pastillas que te atontan. — Me lo decía al oído y yo, atormentado por darle gusto, intentaba consolarla.
— Estás preciosa.
— ¿Crees que estoy más guapa que ella?
— ¿Qué ella? ¿Quién?
— La de la farmacia. La que te mira con desdén como si fueras un desgraciado. Está atontolinado -piensa-. No le tengas miedo -se dice-. He visto cómo te mira el paquete. No se le levanta –se burla-. Te llena a pastillas para que no seas una amenaza, para que no me oigas, ni me veas. Está celosa. Por su culpa no nos vimos en París.
Otra vez, París.
—Pon remedio —Me ordenó.
Y he puesto remedio. No tuve alternativa.
Luego iré a votar.
Solo esperaré un instante. Permaneceré atento al televisor. De un momento a otro saldrá mi locutora y me dirá qué papeleta he de coger. Desde su sonrisa y su generoso escote me dará la orden.
A vosotros, también.
Y será vuestra elección.