Sabemos que la realidad supera la ficción. Esta obviedad se reafirma todos los días en las noticias, tan inverosímiles que aceptamos su existencia porque ya no somos capaces de imaginar nada peor. Damos credibilidad a lo que publica tal periódico, revista y, sobre todo, Internet, ese enloquecido generador de mentiras y medias verdades, muchas de ellas creadas por Inteligencia Artificial, no solo indistinguible de la humana, sino en muchos aspectos más precisa, rigurosa, imaginativa y manipuladora.
Hablemos de ciencia ficción. El futuro se escribe en China y Taiwán y tiene un nombre: ultra realidad. Será porque es allí donde está sucediendo el futuro que es ya presente. Triunfa la ciencia ficción de escritores orientales, al mismo ritmo que se imponen su tecnología y los adelantos en todos los campos del conocimiento, desde la medicina a la astrofísica. Ellos, los chinos, son los que viven con más intensidad esta fase de transición humana, la cuarta revolución, el despegue de un nuevo modelo de civilización.
En occidente vivimos en la inopia, pocos saben de la magnitud del cambio, cómo afectará a miles de millones de personas y cambiará el planeta en un avance sin retorno. Hoy nos preocupa el Brexit y las decisiones del Banco Central Europeo, la caída del sector automovilístico y, vagamente en mi caso, un juicio en Madrid. Créanme, lo anterior es una distracción para incautos. Lo relevante pasa por China y Taiwán. En sus laboratorios se está diseñando el mundo de ahora.
Cuanto más pendiente de la política local, ese entretenimiento barato que genera oleadas de adhesiones, odios y que provoca parálisis en el progreso social y cultural, mayor es el alejamiento de la ultra realidad. El término, acuñado por la ciencia ficción china, plantea una visión impulsada por los cambios trepidantes que conforman una realidad que se adentra en la fantasía cibernética. Los lectores chinos de ciencia ficción leen con el ojo puesto en el futuro de la humanidad.
Escritores y lectores son conscientes de que la robótica, la digitalización masiva y la conectividad a escala planetaria, por no decir cósmica, pulveriza la visión de nacionalidades y pueblos divididos. Somos una humanidad interconectada que está dejando atrás un modelo social basado en las diferencias.
Stefan Zweig escribió El Mundo de ayer, donde recreaba la sociedad vienesa, el París del can can, los días de alegría y frivolidad que acabaron en las zanjas de la Primera Guerra Mundial. Zweig lloraba las cenizas de aquel tiempo. Hoy, nuestro mundo de ayer es el presente que avanza con la tecnología 5G, los coches sin conductor, las células madre y la regeneración de órganos. Las impresoras 3D pronto serán un utensilio doméstico que acabará con los comercios tradicionales y el modelo productivo que conocemos.
Será habitual comprar el patrón de ropa, zapatos o vasos y fabricarlo en casa. A caballo de estos cambios que están emergiendo en ciudades como Shangai o Pekín, también perdemos nuestra privacidad, alegremente entregada a los facebooks, whatsapps y otras aplicaciones, donde se abre paso el reconocimiento facial y biométrico. Un negocio suculento. En el rastro digital se compra y se vende nuestra identidad y estado emocional sin que opongamos resistencia. No es un relato inventado para pasar el rato. Existe, se ha realizado ya una captación de datos de más de seis millones de jóvenes australianos en los que se analizó la emotividad, los estados de ánimo que transmiten sus mensajes, los enviados y también los borrados. ¿Para qué? Para dirigir publicidad personal, comercial y política. Ya se sabe que la vulnerabilidad psicológica es proclive a caer en adictivas promesas y compulsivas compras. Sí, estamos en el presente y yo quiero escribir sobre ciencia ficción.
En particular de El problema de los tres cuerpos, del escritor Cixin Liu, ingeniero informático de profesión, criado en la China de Mao en la época de la Revolución Cultural. Más allá de las circunstancias históricas y geográficas que vivió en su país y que aparecen en la novela, plantea una cuestión filosófica capital: el futuro de la humanidad enlazado a la dependencia tecnológica y al contacto de una civilización extraterrestre.
Una posibilidad que desearía que fuera motivo de noticia y charlas de café. ¿Se imaginan poner el foco del interés en el presente ultra real? Sin duda mucho más divertido que escuchar esa verborrea narcisista y reiterativa que pretende pastorear el voto y que, por no tener, no tiene ni ovnis.