Concedamos que hasta a un hombretón le puedan asomar las lágrimas a los ojos en algún que otro momento. En ocasiones será por la rabia de constatar que incluso él tiene limitaciones. En otras será un auténtico dolor por una pérdida el que le cause ese efecto. En las más dulces, corresponderá a una sensación casi increíble de bienestar.
Algo de esto último percibí hace poco que sentía el personaje de Jim en una escena de una película tan famosa como el Jules et Jim de François Truffaut. Dependiendo su vida de los frecuentes altibajos en los estados de ánimo de Catherine, Jim pesca un período de los buenos en su chalet de los Alpes austríacos. Radiante de felicidad, Jim hace la croqueta rodando prado abajo con Sabine, la hija de Catherine. La música de Georges Delerue, siempre un gran aliado en éstas y otras tesituras, puntea el momento.
¿Por qué a mí se me humedecieron los ojos -Delerue al margen- al presenciar esa escena? No es por la inmediata razón de que no tenga nada de valeroso hombretón, sino -reflexioné justo entonces- porque ese momento me remitía a la que tengo por la imagen más conseguida, a la vez que cercana, de felicidad, perpetuada en una fotografía familiar. En ella mi padre captó a su mujer en un empinado prado del Valle de Arán. Es un luminoso día de primavera y Mercedes, mi madre, aparece riendo junto a una amiga, ambas recogiendo flores de las que inundaban la zona.
Eso: la felicidad.