Uno lee La tregua de Benedetti y se le cae el alma a los pies. Especialmente en esos días tontos que tenemos los jubilados, días en que los recuerdos aparecen ñoños sin venir a cuento. Casi era mejor ponerse al día leyendo la prensa. Así hice, que es como suelo hacer desde hace siete años, por más que la mayoría de las noticias logren ponerme furioso. Con el café y la tostada en el bar de Tere, es más llevadero: salta algún comentario de Olegario, el ferretero; se cruzan discusiones sobre fútbol, se cuentan los últimos chascarrillos del barrio… Todo en una atmósfera descargada de pompa y solemnidad. Como a mí me gusta. Aunque últimamente no estaba el horno para bollos, pues nos había tocado vivir una triste experiencia: los López habían perdido la batalla contra el desahucio. La habíamos perdido todos en el barrio tras semanas de resistencia.
Salí del bar a dar mi habitual paseo matinal. Decidí subir por la calle Eugenio d’Ors antes de llegar a la plaza Federica Montseny, donde quería pasarme por la librería de Jaume. De camino, me detuve ante el escaparate de una inmobiliaria. Debían de haberla abierto en la última semana, que no pasé por allí. Más por curiosidad que por necesidad, ojeé las ofertas que se exhibían en el cristal. ¡Maldita sea! El piso de los López ya estaba a la venta. Apreté los puños, resoplé por la nariz, conté hasta diez y me dispuse a pasar.
«¡Buenos días!». Me encontré ante la arrogancia en persona: un tipo al que doblaba en edad, estirado como un espárrago y con una sonrisa tallada en un rostro estudiadamente simpático y formal a la vez. Se enfundaba en un traje gris marengo de corte clásico, salvo por la ceñida americana y los estrechos pantalones, lo cual le confería un aspecto más atlético del natural porte que ocultaba tras la camisa blanca de cuello italiano, cuyos botones cubría con una corbata imitación Hermès. «¡Buenos días! Pasaba por aquí antes de visitar a un viejo amigo. He reparado en su escaparate y me he preguntado si no sería el momento de trasladarme por fin al barrio de Carles. Uno se hace mayor, ¿sabe? Y se cansa de tanto vaivén en transporte público. Carles se mudó aquí hace tres años y habla maravillas de la zona: los parques, la dotación de servicios, la comunicación… En resumidas cuentas, que quizá así nos veamos más de una vez al mes, ¿no le parece?». Mantenía la cara de póquer de hiena acechante, con su ojo izquierdo titilando en aumento. «Desde luego. Siéntese, por favor. Veamos qué tenemos por aquí».
Trataba de impresionarme con la flamante pantalla del iMac. Poco a poco fui notando cómo intentaba envolverme oralmente con un sinfín de datos que parecían acompañar a las imágenes que iban cruzando la pantalla. Prudente, acerté a puntualizarle: «Naturalmente, sería un piso para uno solo. Un apartamento cómodo, pero pequeño. Con dos habitaciones a lo sumo». Sin embargo, siguió hablando y pasando imágenes sin parar. Se detuvo cuando le indiqué que podría vender mi actual vivienda para compensar la compra de otra. Se giró en la silla y clavó sus felinos ojos pardos en los míos: «¡Naturalmente! Eso, además, brinda nuevas oportunidades, señor ¿…?». Esquivé la respuesta y señalé la pantalla: «¡Ese! Ese tiene buena pinta». Era el piso de los López: cuatro dormitorios, para el matrimonio y sus tres hijos.
Debió de sentir mi yugular entre sus fauces. De momento, continué asintiéndole con la cabeza. Llegamos por fin al precio. No sé qué me dijo de un descuento sobre nómina que bla, bla, bla. El caso es que me bajó las cejas al pasar de trescientos mil a doscientos veinte mil. Incluso insinuó algo así como que había que ser tonto para dejar pasar esa oportunidad. Ya no podía más, le interrumpí: «Perdone, pero tengo que decirle que usted parece buena gente. Y, siendo así, estoy seguro de que me está recomendando la vivienda de sus sueños. Así que, voy a ser sincero: me estoy muriendo, no tengo familia y esta mañana me propuse realizar una buena acción. ¿Qué le parece si le compro a usted el piso?». El vendedor, confuso, disimuló el entusiasmo de vender otro piso y siguió hablando de las condiciones de pago. Le volví a interrumpir: «Me refiero a comprárselo, para usted, a mí no me hace falta». El vendedor se quedó en silencio, mirándome fijamente. Escrutó su alrededor, como si aquello formara parte de una broma. Permaneció sentado sin apenas musitar e inicié mi salida a la calle. Fue entonces cuando me detuvo: «Un momento, por favor». Permanecí a la escucha. Continuó: «¿Está hablando en serio?». «Claro», repliqué. Reinicié de nuevo la marcha. «Un momento, un momento», me dijo tratando de cortarme el paso. Y añadió: «Podemos hablar con calma». Tuve que tocarle levemente el hombro para proseguir hacia la calle y, al pasar junto a su oreja, aproveché para decirle: «Hijo, este piso vale menos de lo que dices. Si me lo dejas en cien mil, te lo compro».
Aún recuerdo al pobre muchacho tecleando la calculadora como un poseso. Fue al doblar la esquina cuando le oí gritar: «¡Hecho!».