En la época más dura del comunismo, cuando las purgas eran una lotería caprichosa, la gente desahogaba su frustración y miedo con chistes que se pasaban unos a otros como si fueran un santo y seña. Se criticaba al politburó del momento; también, a los padres y teóricos del comunismo con sutileza cobijada en la autocensura y la decepción.
Uno de los chistes hizo mucha fortuna en Occidente porque reflejaba la rapidez con la que caían en desgracia los dirigentes del Partido: A una celda de la Lubianka van a parar tres condenados por alta traición a la Dictadura del proletariado. El último en entrar quiere saber qué delitos han cometido sus compañeros de celda.
—Antes de que me contéis por qué estáis aquí, os diré que a mí me han traído por apoyar a Popov en una cena.
—Pues a mí me detuvieron –dice el segundo- por criticar a Popov en una reunión del Partido.
—Y yo estoy aquí porque soy Popov.
La risa es liberadora e imprescindible para soportar la vida, y más necesaria aún si nos toca la mala suerte de vivir en un régimen totalitario. Sigamos con los chistes. Para reírse a costa de los personajes más conspicuos de la revolución había que hilar muy fino. Ya se sabe la adoración sagrada que se inculcaba hacia los líderes que salieron indemnes del linchamiento político.
Una mujer va a pasar la mañana del domingo a un museo moscovita. Le llama la atención una pintura en la que se ve a la Krupstkaya, la mujer de Lenin, encamada con un fornido joven del Komsomol. El cuadro lleva por título Lenin en Varsovia. Mira con detenimiento la escena pero no ve a Lenin; mucho menos, la ciudad. Se acerca al vigilante del museo para preguntarle dónde está Lenin en esa pintura. La contestación viene acompañada de un guiño pícaro:
—¿Pues dónde va a estar? En Varsovia.
Estos dos chistes los he sacado de un libro del filósofo Slovan Zizek, Mis chistes, mi filosofía. Mientras lo leía se me hacía más evidente que vivo en una sociedad, incluyo a Europa, que carece de sentido del humor, de agudeza para transformar la mediocridad y estupidez política que nos rodea en un buen chiste. El chiste es esa breve historia cuyo núcleo evidencia casi siempre, de manera paradójica, la estupidez del poder. Sustituye con más efectividad a la retórica vacía que no se atreve a luchar contra la raíz del mal.
Les cuento el último:
Un obrero es destinado a Siberia para trabajar en las minas. Antes de marchar conviene una clave con sus amigos. Si las cartas que escribe están en tinta azul es que todo va bien, pero si usa la roja es que todo lo que cuenta es falso, al revés de lo que escribe.
Al cabo de un mes, llega la primera carta escrita en tinta azul: «el trabajo es maravilloso, el apartamento, calentito; hay cine y las chicas son muy guapas y es fácil ligar con ellas. Lo único que aquí no hay es tinta roja».