Nunca fui una mujer crédula en lo que a asuntos religiosos se refiere. Tampoco tuve ningún tipo de fe. Y jamás asumí como ciertas las realidades paralelas ni las experiencias sinérgicas con el más allá. Sí, es verdad que siempre me gustó la idea de que la muerte es un viaje, aunque desde la perspectiva metafórica que la marcha hacia la eternidad de la no existencia supone.
Yo, después de morir, no fui a ninguna parte, ni siquiera al limbo ni a ningún otro derrotero destinado al tránsito temporal de quienes fallecen. La primera mañana tras del accidente desperté en mi cama. Y pasados tres días acudí a mi entierro. Y en ambos lugares, y en otros tantos a los que he ido desde entonces, no ocupo un espacio físico, no me pueden tocar. Al principio yo tampoco podía tocar a nadie, pero poco a poco he ganando aptitudes en el mundo que supongo ya no me corresponde, dado que desde mi muerte, súbita y al parecer irreversible, no he coincidido con otra persona no viva. Que yo sepa, al menos.
Lo peor, sin superar el declive emocional de mis seres queridos, es darme cuenta de la óptica equivocada respecto a muchas cosas que en vida presumía irrefutables. Y lo único que me ha hecho un daño similar al dolor que podía haber sentido en mi estado anterior, fue saber que mi marido me era infiel, y que lo era desde varios años antes de mi muerte. Todo lo que envuelve ese tema y esa relación me abate, me descoyunta el corazón y me acribilla el estómago.
No puedo con esa puta. Me quedo parada y los veo follar desde el umbral de la puerta, la cual atravieso con ímpetu cuando la cierran. Y a veces provoco un aire frío que mueve las cortinas. En una ocasión a ella le azucé el flequillo al atravesarla con rabia como si fuera un muro o un vacío de cientos de metros. Sé que, si lo hago bien, ella me siente y se acojona, y por lo general se le pasan las ganas de cachondeo. Sé que ha soñado conmigo un par de veces, lo sé porque se lo dijo a él un día por la mañana.
Al principio nunca se quedaba a dormir; llegaban, follaban y a las pocas horas él la llevaba a su casa. Pero la muy pájara se ha ido asentando, ya no tiene reparo de que la vean entrar y salir. Ya vive aquí, y a mí me pone enferma que toque mis cosas y que deambule observándolo todo y haciendo planes decorativos absurdos y horteras. Es ordinaria y tiene demasiadas pretensiones; la recuerdo de cuando vivía, trabajaba en la oficina, y ahora tengo muy claro que las sensaciones que me transmitió no eran buenas.
Esta noche se van a llevar un buen susto, y puede que él más que ella. Y yo me voy a reír un rato, hoy más que nunca. Esta noche, cuando entren en su rutina patética y trasnochada, y él se meta en la cama y ella se siente en mi tocador a peinarse, y abra el joyero y saque el anillo de oro blanco con la gema engarzada, y le pregunte cuándo se lo podrá poner, y él le responda que espere unos meses más, y que se lo regalará, entonces, cuando como cada noche, ya con el camisón puesto y una vez peinada, se lo pruebe y se mire al espejo, la cogeré de los pelos y le rajaré la garganta con el abrecartas de plata que tanto le gusta.