Nochebuena en Hellas Planitia

Lógica (pati) difusa

 

No podía dejar de pensar en la última Nochebuena; creo que desde entonces padecía fobia navideña, hasta hoy.

Todavía queda una semana para el 24 de diciembre de 2056, pero no me gusta apurar hasta el final, así que he reservado hora en el quinto subterráneo. Yo también necesito una piel nueva. ¡Qué loca afición por aparentar más juventud, más belleza, más tersura! Aunque a mí no me hace falta, luzco mis 250 años terrestres mejor que otras. Sé que es innecesario entrar en el túnel de regeneración molecular, pero me gusta la tradición y, además, en algo debo gastar la paga extra.

El quinto subterráneo se pone atroz en estas fechas. Es un horror caminar entre criaturas que apestan, cándidos adefesios que sueñan en parecerse a los humanos. ¡El colmo del optimismo! ¡Ja, me río yo de esa vana pretensión! Esta misma tarde he visto a un grupito de palurdos procedentes del planeta Gliese 581 G, en la cola de pedicura y manicura diamantina. ¡Madre mía, si no hay arreglo para esas piernotas y brazos triples, escamosos y poblados de bultos! ¡Qué ganas de tirar el dinero!

Ayer pedí un día de asuntos propios, necesitaba abandonar mi meteorito. El piloto automático trabajará por mí mientras me dedico a las compras navideñas. Bajar a Marte no es rápido: treinta minutos de agujero de gusano, un verdadero tostón. Mi jefa, al principio, me negó el permiso, pero insistí: «No creo que por unas cochinas horas alejada de mi puesto de trabajo, peligre la extracción de iridio esmeráldico… las máquinas son autónomas y saben cuáles son sus funciones», remaché. Ella contestó: «Sí, pero hay que vigilarlas porque se insurreccionan en cuanto se les quita el ojo de encima». Acabó cediendo cuando le aseguré que dejaba una copia holográfica indistinguible del original; además, las máquinas son muy tontas y no notarán el cambiazo. Mi argumento principal es que soy la capataz de minería más eficiente del cinturón de Kuiper, así que no pudo negarme el permiso.

De manera que esta tarde me planté en el subterráneo quinto de Hellas Planitia. Es la zona comercial y de ocio más distinguida y bien surtida del sistema solar. Después de solicitar un tratamiento completo de juventud permanente para los próximos cien años, descendí a la planta séptima, quería tomarme una copa en el Cyndonia alegre, mi bar favorito, sobre todo porque lo frecuentan gente simpática y simétrica: dos ojos, dos orejas, dos piernas, en fin que da gusto mirar y dejarse ver.

En realidad, quería volver a verle. Querrá el destino que estemos juntos porque fue poner mis pies en el Cyndonia y tomar mi primer sorbo de Kelidonia fosfórica (uhmmm, qué rico está) cuando le vi al otro lado de la barra. Me observaba chispeante y yo no pude disimular mi alegría. Sin ojos ni boca, él también sabe demostrar que está contento de verme. Es una fina columna de humo con emociones, y cuando habla (telepáticamente), se le oye barítono, viril y espléndido.

—Hace dos años que no nos vemos, un ciclo completo anual marciano que no acababa nunca… fíjate en las secuelas.

Me señaló su corazón casi transparente, de un azul blanco precioso, dentro de la translúcida humareda. Contemplé el raro órgano de vida, del tamaño y la forma de un hueso de albaricoque. Sí, tenía razón, una arruga, un pliegue oscuro dividía en dos partes el vibrante corazón.

—¿Y eso?

—Eso es la consecuencia de la última Nochebuena. Pensé que me querías… que podríamos ser la pareja ideal, a ratos felices y otras veces, desgraciados para compensar tanta plenitud.

—Yo también tengo el corazón roto, pero me aguanto… compréndelo, me educaron en el recelo al extraterrestre. Te quiero pero es un amor loco y sin futuro; si al menos te parecieras un poco a mi especie. Mira qué inconsistente eres, tan leve como la primera niebla invernal; yo quisiera sentir tus brazos, tus abdominales, tus…por esa razón la última Nochebuena salí corriendo para refugiarme en Plutón, donde no se celebra nunca nada. Tuve miedo de que tu cuerpo, es un decir, me condujera al precipicio pasional.

Sonreí con amargura, después de sorber hasta las últimas gotas de mi kelidonia, luego añadí:

—¡Qué difícil es querer a un ser de luz!

—¡Prejuicios! ¿Qué son unos brazos, piernas, estómago o uñas? Pues anexos orgánicos primitivos, residuos atávicos superados.

—Será como dices, pero siempre he tenido la ilusión de tener un novio terrestre al que pudiera achucharle, dime que soy ilusa y una antigua, pero qué quieres, no estoy hecha para vivir con seres de otras dimensiones.

Me pasó su dedo, digo, ectoplasma, por la comisura izquierda de mis labios antes de hablar:

— ¿No te gustaría que esta Nochebuena de 2056 fuera como siempre has deseado? El niño Jesús estaría tan contento si me aceptaras tal como soy, nos regalaría la mejor Nochebuena, puedes estar segura.

—Sí, claro que me gustaría, pero qué sabrá el niño Jesús de los sentimientos y deseos de una humana…

—¿Qué sabrá…? ¡Mira!

Entonces se oyó una musiquilla, reconocí la melodía y al instante, la irrealidad de lo que veía se tornó tan auténtica que me estremecí. Estaba dentro de la Nochebuena de mi infancia, ese tiempo que nunca existió.

El grupito procedente de Gliese 581 G, con su pedicura perfecta, nos rodeó al son de zambombas y panderetas mientras entonaban el viejo villancico Los campanilleros, con la voz de La niña de la Puebla. Las lágrimas apenas me dejaban ver los copos de nieve, blandos y tibios que caían desde el techo del subterráneo 7; un carrito empujado por un pastorcillo nos ofreció barquillos y manzanas escarchadas. Comí una manzana dulce y tierna como barba de azúcar y mientras masticaba alguien me zarandeó:

—Vamos a cerrar, haga el favor…

—No, por favor, otro kelidonia fosfórica, el último… aún me falta saber cómo acaba esta Navidad.

—¡Pues cómo va acabar, como todas, con resaca y con ganas de perderse en Plutón para siempre!