—¿Cuál es tu nombre? —preguntó la anciana a la niñita que, con ojos bien abiertos y una sonrisa bobalicona, seguía con la mirada las evoluciones del dedo de la vieja.
—Rosa Mari —contestó la niña con voz queda, mientras un hilillo de baba descendía por las comisuras de sus labios.
—Bien, Rosa Mari —continuó la vieja— a partir de ahora obedecerás todo lo que yo te diga. —Los pases mágicos de la hipnotista surcaban el aire componiendo una sinfonía de gestos que recordaba las evoluciones de Von Karajan dirigiendo una orquesta. —Para empezar, dejarás de vestirte con esas horripilantes ropas deportivas y te esforzarás por lograr una apariencia más acorde con tu dignidad.
La niñita asintió.
—¡Tres veces! —exigió la vieja—. ¡Debes asentir tres veces!
La niñita asintió de nuevo y luego volvió a asentir.
—Escúchame bien, Rosa Mari —el dedo de la vieja quedó colgando en el aire, inmóvil, señalando las cuentas de colores de la ostentosa lámpara de cristal que presidía el salón. —A partir de hoy, Rosa Mari, ya no te llamarás Rosa Mari, sino que atenderás por Carlota, Carlota María III, princesa de los Ursinos. ¡Asiente!
La niñita asintió las tres veces convenidas.
En ese momento entró en el salón el rey de los Ursinos, se aproximó a la vieja y preguntó a sus espaldas: «¿Qué tal, madame? ¿Cómo va la cosa? ¿Conseguiremos hoy que la niña entre en razón?». El rey unía a su colosal estatura de rey una voz profunda y armoniosa de barítono, tan profunda y armoniosa que pasó desapercibida a oídos de la vieja hipnotista, acostumbrada como estaba a los gritos de su marido, el graznar de sus cuervos y el chirrido de su propia voz, un auténtico serrucho para los nervios.
—Ahora, Rosa Mari, —continuó la vieja sin reparar en la presencia del rey— vas a recitar completa la tabla del siete. ¡Adelante!
El rey sonrió complacido. Los pases mágicos de aquella vieja estaban surtiendo efecto. Jamás de los jamases se hubiera imaginado que su hijita fuese capaz de memorizar la tabla el siete sin cometer al menos diez errores.
—Siete por una, siete —musitó la niña mientras asentía por triplicado a cada uno de los gestos de la hipnotista.
—¿Y siete por dos? —preguntó la vieja.
—Siete por dos, catorce.
—¡Asiente! ¡Asiente! —ordenaba la hipnotista tras cada respuesta de la niña.
—¡Asiente por tres veintiuna! —acertó a decir la niña cabeceando tontamente.
—¡Asiente no! —gritó la hipnotista— ¡Siete! ¡Siete por cuatro veintiocho!
La niña, hecha un lío, asentía veintiocho veces mientras balbuceaba no se sabe bien qué murmullo incomprensible.
—¡No me tientes, Rosa Mari! —gritó la vieja al borde de la desesperación— Yo te conmino: obedece.
El rey contemplaba alucinado cómo la cara de su hija pasaba del habitual color rosáceo que caracteriza a las princesas al demoníaco rojo bermellón.
—¡Asiente por doce, obedece! —chilló la princesa moviendo la cabeza arriba y abajo treinta y cuatro veces. De su boca brotaba un espumarajo grumoso que aglutinaba saliva y restos de las magdalenas del desayuno.
—¡Dios mío! —exclamó la vieja que había perdido la confianza en sus poderes y echaba mano de potencias más competentes— ¡Dios y rediós! ¡Esto no hay quien lo pare!
Y mientras la hipnotista salía huyendo del palacio, el rey de los Ursinos pudo contemplar aterrado cómo su hijita se desnucaba recitando de manera absurda la tabla del siete.