A vuelapluma, un pataleo

La termita y la palabra

 

Como de costumbre, antes de ponerme a escribir, decidí airear los ojos en la Casa del Llibre de Passeig de Gràcia. Días antes (como el niño que trajina en la mente los territorios que surcará, a caballo del unicornio) me había enamorado de la correspondencia completa de Julio Cortázar y, no sé, pensé que era un buen momento para adquirirla. Para mi sorpresa, la chica que me atendió en la librería no tenía noticias de ella y, a la luz del comentario que me hizo, tampoco muchas de don Julio. Así que intercambié unas palabras, un agradecimiento banal y a paso lento, busqué la puerta de la calle.

No sé si alguna vez han salido de una librería sin haber encontrado el libro que anhelaban comprar pero, ¡ay de mí!, la sensación de vacío, como la crítica en el verso nerudiano, deja en la razón (y en el alma) su quemadura. El caso es que alcancé la calle, barriendo lentamente los estantes, percibiendo cómo, entre otras gangrenas visibles, la lepra mercantil había mermado, hasta la caricatura, la sección de poesía.

Triste, olvidé la casa (ahora con minúscula) del libro y buscando un desahogo, me acerqué a La Central de la calle Mallorca sabiendo, claro, que esa librería no me iba a abandonar. Y no me abandonó. Allí estaba, respetuosa y tímida, con sus suelos de madera y sus paredes a rebosar. Cogí, uno a uno, los tres tomos de Cortázar, los arrimé al mostrador, subí en ascensor a la planta alta, repasé las novedades filosóficas y con el último ensayo del físico sevillano Manuel Lozano Leyva, bajé de nuevo dispuesto a pagar.

Como de costumbre, la chica de la caja embolsó mis libros, me sacó la tarjeta, marcó los números, me ayudó a pagar. Como de costumbre. Como de costumbre, no. Al terminar la operación, mirando con disimulo hacia atrás, me dijo que había sido un gusto el haberme conocido. ¿Cómo? pregunté. Sí, un gusto. El jueves, rescindo el contrato con esta empresa y no volveré a verte.

No sé qué tartamudeé. Seguramente, lo de siempre. Espero que te vaya bien. Que se seas feliz. Yo no lo soy. Ese sábado, de un plumazo, perdí una librería y una amiga desconocida.

Se ha dicho muchas veces. Uno no sabe lo que tiene hasta que lo ha perdido. Y yo he perdido su risa. La oportunidad de agradecerle las veces que ha mirado al lector y no al tipo risible y trémulo que lo precede. Las veces que ha escuchado mis versos y no al bobalicón tímido que los escribió.

Hoy, leyendo el primero de los tres tomos cortacianos, pensé en ella; en lo que le afea, a una librería, la palabra «empresa». Con ese pensamiento, me he echado en brazos de Murakami. Y en sus calles estoy… De la mano de Toru Watanabe, voy buscando mi espacio en el mundo: la piel de Midori. En fin… lo de siempre. Perdonen la tristeza.


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