Puesto que sé, ahora ya no me cabe la menor duda, que han matado al hijo de mi vecino, he colocado una silla a medio metro de la pared, la que compartimos y nos separa, y me he sentado a esperar. Bien podría suceder que el dolor, gracias a su capacidad exponencial de crecimiento, fuera ocupando cada uno de los metros cúbicos del apartamento de al lado, hasta que no cupiera en él, y se manifestase en alguna de sus formas en el otro lado, en el que corresponde a mi vivienda.
Aunque también podría ocurrir que el dolor, aun creciendo infinitamente, se doblara sobre sí mismo, a modo de sábana, de universal paño de lágrimas, como hace el espacio. Pero no, incluso dándose el caso, me parece imposible que un dolor de tal envergadura pueda permanecer embaulado en una casa sola, contenido por una pared, aunque se trate de una pared de carga. Más bien me lo imagino rezumando por los costados de la obra, trasvasándose bajo el muro hacia mi lado, encharcándose sobre el suelo, buscando las zapatillas que calzan mis pies, agarrándome por los tobillos, tirándome de la silla en la que estoy sentado y arrastrándome hasta golpearme contra la pared que observo; o manchando las esquinas, dejándose absorber verticalmente por los capilares hasta extenderse por el techo como si se hubieran roto las cañerías del piso de arriba; si el dolor quisiera, podría arañar las aristas del cubículo con sus tentáculos invertebrados de pegajoso alquitrán —destilado de tantos huesos quebrados, tantas lágrimas deshidratadas y podredumbre de almas—, y un chapapote de brillo plástico empujaría la pared hasta hacerme retroceder, empequeñeciendo mi espacio, quemando mi oxígeno con su aliento pútrido.
Si un dolor de ese calibre atravesara la pared podría matar a un hombre tan dado a abstraerse como yo, casi sin proponérselo, pero, en vez de eso, está atareado engullendo a mi vecino quien, si reuniera fuerzas para asomarse a la ventana, se preguntaría incrédulo cómo es posible que la vida fluya con normalidad para el resto del mundo si dentro de su casa se ha congelado.
No se lo voy a poner fácil, no quiero que me coja desprevenido.
Pasan las horas y la pared permanece inmutable, de un color melocotón que pastelea bajo un cuadro que pintó al óleo mi niña, Rosita, en el que se ve un cañizal precioso y, tras de él, un lago. Rosa, quiere que le llame Rosa, Rosita no, que ya es mayor, dice. Y que descuelgue ese cuadro, que ya ha crecido como pintora. Si quiero, —me alienta— lo puedo cambiar por otro más reciente. Pero no, no lo descuelgo. No porque el cuadro sea excepcional, ni siquiera bueno, o porque me traiga recuerdos del lago al que ya no puedo ir, sino porque añoro esos ojos de gratitud que puso, de niña, al vérmelo colgar. Ya no me mira así. Ya no me necesita. Para nada. Eso sí, sigue veraneando en el lago. Pero va con su madre y su amigo. El de su madre. Justamente, han salido hacia allí esta mañana, pararan aquí para despedirse. Bueno, y a buscar unas cosas. Yo les quedo a medio camino y, sobre todo, les quedo de paso. Así que, muy temprano, he ido a la panadería a buscarle magdalenas, que sé que le gustan, para el viaje. Normalmente las tienen variadas, pero justamente hoy, no les quedaba ninguna. Ante el chasco le he comprado coca, qué remedio, que también le gusta, pero no es lo mismo. Ahora, en cuanto venga a despedirse, se la doy. He dejado el paquetito de papel blanco en que la han envuelto sobre la mesa del comedor, dentro de una bolsa de plástico, junto a las cosas que viene a buscar. Toqueteo el conjunto, con el codo apoyado sobre el tapete.
Sigo sentado ante la pared.
Estoy ansioso porque llegue mi nena, por verla un instante, aunque sea breve; desearle un buen viaje, que pinte mucho; rogarle que me recuerde un poco.
La pared sigue sin ofrecer novedades.
He pedido que me corten la coca en porciones, me ha parecido más cómodo para el viaje. De azúcar, no, papá, me dirá, que lo pongo todo perdido. Pero yo me la imagino tan graciosa, chupeteándose los dedos y ¡que se joda, aquél, si mi Rosita le ensucia el coche! Añadiré unas servilletas de papel.
Ha sido la dependienta de la panadería, mientras me atendía, la que ha sacado el tema. ¿Es usted vecino? ¿verdad? Vecino de don Anselmo, digo. Oye, de verdad, qué desgracia, no se me ocurre nada peor. Enterrar a un hijo, oye, es lo peor. —Y movía el cuchillo en el aire como para darse razón, como si hiciera falta, y me tuteaba porque no me hablaba a mí, regañaba a la vida. — Enterrar a un hijo es antinatural —seguía el soliloquio—, nadie debería verse enterrando a un hijo. ¿Las porciones de coca cómo, de tres dedos o así?… y en estas circunstancias, más, oiga, qué quiere que le diga. Porque, estará de acuerdo, no es lo mismo que se te muera a que te lo maten, dónde va a parar— Y entonces si me hablaba a mí y me trataba de usted, haciéndome mayor y recordándome mi condición de padre de una muchacha que ya no quería ser Rosita sino Rosa y a la que yo no querría perder por nada del mundo.
Así ha sido como la panadera, más que ponerme al corriente, me ha ayudado a atar cabos. Porque algo me he olido esta mañana al escuchar un grito mientras me afeitaba. Un aullido que ha ensordecido la voz de la radio —el señor Anselmo se pone Ràdio4 en cuanto se levanta— que, si lo sumo a las voces que se oyeron ayer noche, me salen las cuentas. ¿A dónde vas? — Le preguntó don Anselmo a su crío— ¡A saber en qué estarás metido! Por culpa de esa gentuza cualquier día te matan, —vociferaba—, y me matas a mí también, de un disgusto…— Pero don Anselmo ya hablaba solo, el muchacho ya se había ido dando portazo. Un punto y final a la pelea. El padre lloró en el baño, desgarrándose. Cenó ante la tele. Y le oí acostarse de madrugada.
Es inverosímil, pero efectivamente, parece que una pared cuya delgadez deja traspasar las conversaciones telefónicas, los insultos, los ronquidos y los jadeos se basta para contener la desesperación de un padre al que le han matado un hijo. A pesar de que he estado esperando, paciente, la llegada de una catástrofe, a través de ella, solo he sido capaz de registrar un temblor. Un golpe fuerte, sordo, contundente. Alguien le ha dado un puñetazo.
El cuadro de mi Rosita se ha estremecido, pareciera que temblaran las aguas del lago.
Estos no llegan. Seguramente es culpa de la madre de Rosita, mi ex, que no termina nunca. Cuando estábamos juntos jamás llegábamos puntuales a ningún lado y a mí me traía loco de un lado para otro como si la culpa fuera mía.
Suena el timbre.
Atiendo. Una voz me sacude en la frente desde el interfono:
—Es usted el señor Garcés?
—…Sí…
—El padre de Rosa Garcés?
—…Sí…
—Abra, señor, somos los Mossos.
Miro hacia la pared inmutable de mi vecino. En el cuadro, una bruma asciende desde el agua del lago. O Tal vez sean mis ojos, premonitores, que se empañan. Ya oigo a los Mossos en la escalera. Giro el pomo sabiendo que en cuanto abra va entrar el dolor, como mejor sabe, por la puerta principal.
Y me engullirá.