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El Jefe nos conmina a que escribamos un texto alusivo a las fiestas de Navidad y no pierdo ocasión para que mi nombre aparezca publicado una vez más, y no han sido pocas, en este reducto de bichejos que es La charca literaria. Se me ha ocurrido darle una vuelta al cuentecillo navideño del señor Andersen, un melodrama cursi y sensiblero, muy acorde con estas fechas, y transformarlo en algo más carnal y dinámico. Vamos a ello.
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La cerillerita, por Marcial Sileno
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Es la noche de Navidad en un barrio burgués de una ciudad centroeuropea. Puede ser Berlín, o Praga, tanto da. Es a finales del siglo XIX, hace frío y nieva. No hay todavía luz eléctrica ni alumbrado público ni red de suministro. En las viviendas humildes no hay carbón para alimentar la estufa. En algunos hogares no hay ni siquiera estufa. Una anciana de aspecto bondadoso se arropa en su mecedora con un polvoriento saco de patatas. Es la abuela de la cerillerita, la protagonista de esta historia: una joven, casi una niña, que trata de vender cajas de fósforos a la puerta de un concurrido café en el centro de la ciudad. Gente encopetada entra y sale del local entre carcajadas de felicidad. Ellas lucen abrigos de pieles y sombreros de plumas; ellos, guantes, gabán y chistera. Los hombres fuman habanos que ya llevan encendidos y ni se fijan en la cerillerita que les ofrece sus cajas de fósforos. Hace mucho frío, como ya he dicho, pero insisto en la idea. Nieva; no mucho, pero sí lo suficiente para blanquear el suelo y humedecer las cabezas y los hombros de los transeúntes. La niña siente su cuerpo aterido y está a punto de desfallecer. Ha prometido a su abuela que le llevará una taza de caldo que la reanime, pero antes ha de vender alguna caja de cerillas y esa noche no lo ha conseguido. Hace tanto frío que, de vez en cuando, tiene que encender uno de aquello fósforos para calentar sus deditos, unos deditos que azulean, prácticamente congelados.
De repente, un hombre que luce sombrero de ala ancha y un holgado abrigo negro con cuello y mangas de piel, se aproxima a la cerillerita para preguntarle con voz imperiosa qué demonios hace allí, sentada en la oscuridad de un portal, acurrucada y temblando de frío… Ella le contesta: señor, soy una humilde vendedora de cerillas; le ruego, señor, que me compre una caja de fósforos para que pueda llevar un plato de sopa caliente a mi abuelita, que está enferma, refugiada en su cabaña… El hombre, sin que le veamos, sonríe aviesamente. ¡Se le ha ocurrido una idea! ¡Otra! No puede dejar pasar la oportunidad. Verás, pequeña —le dice—, no te voy a comprar una caja de fósforos, ni dos, ni tres… sino todas las cajas que llevas en ese saquito de tela que te acompaña. ¡Vamos a organizar una hoguera con todas esas cerillas! Las encenderemos a la vez y nos calentaremos… y luego te compensaré con una moneda de tres rublos (pongamos que se trata de Moscú) para que compres un caldito para tu abuela. ¡Acompáñame!
Se retiran a un callejón próximo, más oscuro que la brea, y allí, con mano temblorosa, la niña va apilando en el suelo las cajitas de cerillas para hacerlas arder al unísono, mientras el señor del abrigo negro va manipulando en las interioridades de su gabán, como si anduviera buscando las monedas que le ha prometido. Cuando la pira de fósforos está montada, el señor le pide con un grito: ¡Ahora! Pégales fuego y mira el milagro que aparecerá ante tus narices. La niña enciende una cerilla, la lanza sobre el montón de cajitas y, de súbito, la noche se ilumina con chispas y destellos de color. Entonces el señor abre su abrigo y deja al descubierto sus órganos genitales, por llamarlos de alguna manera.
—¡Luz! —grita y gime el sujeto con los ojos en blanco— ¡Necesito más luz para que puedas ver la magnificencia de lo que tengo entre las piernas!
La cerillerita, horrorizada, escapa corriendo del callejón sin recibir siquiera los tres rublos que le prometiera el exhibicionista.
—Fin—