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Joan fue el septuagésimo conde de Vilacetrú. La familia obtuvo el privilegio real tras la guerra de Sucesión por haberse adherido a la causa borbónica, al mismo tiempo que la Villa de Manlleu fue distinguida con el título de Fidelísima por la misma razón.
Juan fue hijo único. El niño creció solitario en la mansión, edificio siniestro que, tras la muerte de los progenitores, se puso en alquiler. El conde se instaló en Vic. El caserón fue sucesivamente prostíbulo rural, reservorio de la mafia kosovar y al fin Colegio Mayor de la orden mercedaria descalza, para alumnas de Magisterio de Vich. El conde de Vilacetrú visitaba a menudo el antiguo hogar, ya que en las cláusulas del contrato constaba el derecho a la inspección ocular.
El conde nunca se doblegó ante la servitud del trabajo y desarrolló varias aficiones, que practicaba de modo caprichoso y ligero. Consideraba que el esfuerzo es signo de debilidad moral y mal funcionamiento del sistema linfático, tal como dice Arnau de Vilanova, el médico del Jiloca. Lector ocioso de los tratados medievales, el conde también practicaba el onanismo cada jueves al amanecer y tomaba semen de toro mezclado con miel, arándanos y bergamota los domingos por la tarde. Entre sus distracciones estaba la meteorología, y se dedicaba a predecir nubarrones, tormentas o sequías por el método de la observación de la vida animal: contemplaba durante largas horas los quehaceres de los chinches de su colchón, y dibujaba patrones del vuelo del arna de la col, (Mamestra brassicae). Predijo una sequía y acertó.
La vida del conde parecía transcurrir en la placidez del tedio aristocrático hasta que las habladurías promovidas por el republicanismo y la envidia le acusaron de ser el responsable de la desaparición de dos alumnas del Colegio Mayor. El conde cambió su residencia de Vic por una posesión de su bisabuelo en Sant Ferriol d’Entremón, creyendo que la distancia apaciguaría los ánimos. Y los ánimos se apaciguaron, pero el subinspector Alegre decidió vigilarle de modo discreto. Alegre, perspicaz e incisivo, descubrió que en Sant Ferriol el conde frecuentaba a la viuda Matabosch y, mediante una argucia, consiguió que ella le contara los entresijos de la relación con el aristócrata.
La señora declaró al policía que, tras encamarse una mañana con el conde en estado ebrio, este le dijo que había descubierto un antiguo ritual contra la sequía, y que lo había practicado. Se trataba de sacrificar a una chica virgen para verter su sangre en un arroyo de aguas puras. Fueron sus palabras en el lecho de la viuda: «Me costó mucho encontrar ambas cosas: no todas las señoritas del Colegio Mayor son lo que parecen, y en estas comarcas porcinas no hay arroyos limpios de purines. Tuve que hacerlo dos veces, pero aquí tienes el resultado, y toda Cataluña debería agradecer mi acción benéfica, el único esfuerzo que he hecho en mi vida: ahora llueve».
El subinspector Alegre ordenó la detención del conde y dos agentes acudieron a Sant Ferriol. Cuando llegaron allí encontraron que la chusma rodeaba el domicilio de Juan de Voltregà para impedir la acción policial, enarbolando banderas y antorchas, y profiriendo gritos agrícolas y nacionalistas. El propio párroco de la localidad estaba entre la multitud, pidiendo la bendición papal para el conde por haberles traído esa lluvia que solo llovía sobre tierra catalana. Los agentes dieron media vuelta. Fueron procesados por cobardía y destinados a Fernando Poo como castigo.
Pocas semanas más tarde, el padre de una de las niñas desaparecidas se presentó en Sant Ferriol disfrazado de Embajador de la Santa Sede. Cuando dio con Juan de Voltregà le clavó un azadón en la cabeza calva. En el mismo instante cayó una lluvia torrencial sobre la población que se llevó a varias granjas porcinas río abajo. Eso sucedió un 7 de junio y, por este motivo, una plaza del pueblo lleva el nombre de «Plaça del 7 de Juny», para conmemorar la muerte de los cerdos y la pérdida pecuniaria de los ganaderos comarcales.
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