Cosas cotidianas

Las ciruelas tibias


No me di cuenta. Fue así, como de golpe. Estaba sentado, me incliné hacia adelante para acariciar al gato y supe que cumplía 81 años.

Aparento 54, bueno, quizás un poco más. Sobre todo, en días de tormenta, de noche, lloviendo y sin luz, quizás algún corto de vista se atreva a menos.

Cuando escribo versos me creo que ando por los treinta. Me explayo en carnes jóvenes, asumo el color pastel con guiños a los pícaros naranjas, mantengo mi barbada y pelo largo y me tatué una bicicleta de jardín en cada párpado, placer de viejo verde cuando diviso adolescentes y las paseo por mis ojos sobre todo en primavera.

Con una vieja balalaika y antiguas canciones gitanas adormezco grillos que abominan de su escandaloso y oxidado canto de amor, se vuelven sutiles, asexuados, entregándose a la delicada danza de Berioshka, la de las damas deslizantes, largos sarafanes rojos y floridas tiaras rusas.

Me gusta el vino, pero efluvios alcohólicos y edad avanzada no se dan la mano, más bien se tropiezan y para evitar encontronazos bajé el nivel de grados y le enseñé a mi vicio paladear un rosado afrutado presuntuoso y joven.

A la señora que viene a buscar a los valientes la he visto varias veces mirándome de soslayo.

Qué guapa es.

Entrecierra los ojos como escudriñándome, esconde su silueta detrás de los visillos cuando inventa situaciones, se quita la túnica blanca y girándose despacio se aleja como invitándome a seguirla en pos de sus delicadas nalgas.

Las cosas raras que hace la muerte para enamorar a los poetas de 81 años. Si no lo veo, no lo creo.


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