La rabia

Sin timón y en el delirio


No sé nada de pintura. No me interesan los franceses. No conozco la historia. Pero odio a Jean-Léon Gérôme. Antes todo iba bien. Mi vida es sencilla. Termino de comer, cojo el 39, me tomo un carajillo en la calle Arrieta, entro en el teatro, me subo a mi pequeña plataforma de la caja escénica, me fumo un cigarrillo y cuando empieza la función me pongo a los mandos del foco, el cañón con el que sigo al protagonista. En este caso a la protagonista, Estrella Redondo, la primera bailarina de la compañía nacional.

Entonces llegó el cuadro. Hace doce días. Entré en el teatro, di dos pasos por el parqué y ahí estaba el cuadro, colgado entre la escalera y el extintor. Tiene un marco de madera oscura con incrustaciones doradas y mide poco más de medio metro de ancho. Se ve a un grupo de hombres y ancianos vestidos con sandalias y túnicas rojas, sentados en semicírculo. Todas sus miradas se ven atraídas por una chica, a la que un hombre acaba de desnudar de un capotazo. Ella se cubre la mirada, como para esconderse de todos esos pares de ojos que le recorren la piel con expresión de incredulidad, de asombro y quizá de deseo, no sé. En la base del marco hay una placa dorada y alargada: Jean-Léon Gérôme, 1861.

El primer día apenas lo vi, pasé de largo, subí a mi plataforma y esperé a que empezara el pequeño ceremonial de cada día. Se abre el telón. El silencio eufórico del público está ahí. El gesto contenido del director de la orquestra está ahí. El ballet nacional al completo está ahí. Estrella está ahí. Todo en orden. Empieza la pieza. El escenario es austero, todo blanco y con algunos cubos marrones que representan piedras antiguas o algo así. Al principio la música es muy suave. Estrella da vueltas alrededor de una de las piedras, vestida con una sencilla capa azul celeste. Poco a poco, los bailarines secundarios salen de las sombras y empiezan a rondarla desde lejos. A medida que la música va subiendo de intensidad, un bailarín se le acerca e intenta apresarla, observado de lejos por sus compañeros. Ella forcejea, pero él es más fuerte, y cuando la música alcanza su punto álgido, yo le ilumino la cara directamente para que el público vea su expresión de abandono, de derrota. Así acaba la escena.

Cada día me detenía delante del cuadro, no sé por qué, y me quedaba un rato sin poder apartar la mirada de la chica. Cada vez pasaba más tiempo observándola. En ocasiones incluso me fumaba mi cigarrillo delante de la chica, como si yo fuera uno más de esos hombres vestidos con sandalias y túnicas rojas. Un día, al subir a mi plataforma, junto antes de abrirse el telón, me di cuenta de que al cerrar los ojos seguía viendo ese brazo desnudo y doblado que escondía la cara, la sombra de la axila que contrastaba con el blanco del pecho, esa espalda arqueada que hacía ángulo con una cadera aparentemente inacabable. Y mi visión terminaba con ese abdomen tan generoso, que parecía invitarme a deslizarme por él y perderme en la ingle.

Llegamos a ayer. Terminé de comer, cogí el 39, me tomé un carajillo en la calle Arrieta, entré en el teatro, contemplé el cuadro durante un rato, me subí a mi pequeña plataforma de la caja escénica, me fumé un cigarrillo con los ojos cerrados, deslizándome una y otra vez por ese abdomen tan generoso, empezó la función y me puse a los mandos del foco. Se abrió el telón. Estrella empezó a dar vueltas alrededor de la piedra. Ahora que me fijaba, su capa azul celeste parecía desaparecer si yo apuntaba el foco desde el ángulo correcto. Estrella forcejeaba con el bailarín. De repente dobló el brazo y se cubrió los ojos. Dirigiendo el foco con precisión, pude recorrer su espalda, que se arqueaba y me llevaba hasta un abdomen que yo ya había visto antes. Un abdomen generoso. Un abdomen que parecía sometido a mi foco. Un abdomen que indudablemente me invitaba a deslizarme por él. Lo tuve claro. Sólo podía hacer una cosa.

Hoy me he tomado un carajillo en la calle Arrieta. Mientras espero el segundo, desde el ventanal veo como entran los últimos espectadores. Mientras espero el tercero, imagino que se estará abriendo el telón. Mientras espero el cuarto, cierro los ojos y no puedo dejar de ver a esa chica, a la que un hombre acaba de desnudar de un capotazo. Odio a Jean-Léon Gérôme.


Ilustración: Friné frente al Areópago, pintura de Jean-Léon Gérôme (1861)


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