El pirata Montenegro

Azufre para las llagas



¡Qué placer volver a La Charca! Han pasado dos meses desde la última vez y, en este tiempo, he recopilado en una libreta algunos casos curiosos de asesinos de los que te haré partícipe en próximas entregas. Sin embargo, hoy te traigo un relato diferente.

Hace unas semanas tuve una pesadilla. Fue tan vívida que, pese a que mi mente racional me confirma que solo fue un sueño, soy incapaz de borrar las imágenes de aquella noche. Lo sé, no doy el perfil de ser el tipo al que algo así le abrumaría, yo también lo pensaba. 

Este verano he disfrutado de unas largas y merecidas vacaciones. Y, a pesar de las tentadoras ofertas que tuve de regresar a algunos lugares como aquel hotel de Barcelona en el que conocí a Sam, la escritora asesina de la que te hablé en mayo, esta vez decidí hacer algo diferente. Alquilé un yate y me lancé a la mar sin fijar un rumbo predeterminado. Atracaba allí donde la marea me indicaba que podría ser un buen destino. Visitaba la ciudad, bebía y comía en los rincones más exóticos y, a veces, descansaba mi cuerpo entre las sábanas y piernas de algunas conquistas. Al amanecer volvía a embarcar sin ninguna meta concreta. Al poco tiempo, los primeros pelos de mi barba dejaron de molestarme y mi piel se empezó a tostar por el sol. Comencé a sentirme como un pirata. Uno con suficiente dinero como para no tener que abordar más barcos, sin parche en el ojo ni pata de palo y con una bala lista siempre en la recámara de mi revólver, pero pirata, al fin y al cabo. Aquella idea me hizo gracia y cuando arribé al puerto de Brístol, lugar en el que se cree que nació Barba Negra y que yo ya conocía por mi trabajo, me compré un sombrero de tres puntas, decidido a llevarlo en el resto de mi travesía. Fue allí donde se fraguó mi pesadilla.

Como las otras veces, disfruté de las peculiaridades de la ciudad y de su encanto nocturno. Esa noche, la luna llena convertía las sombras en reflejos misteriosos y, tal vez, seducido por ese pensamiento, me dejé envolver por la fantasía de aquel pirata despiadado. No sé de qué forma, pero mis pies acabaron llevándome a un estrecho callejón sin salida en el que solo había una taberna que no recordaba haber visto en mis anteriores visitas a esa ciudad: «El canto de sirena». Sobre un letrero colgante se mostraba una bella figura de mujer, tallada en madera, de cabello largo, mirada triste y cola en lugar de piernas, que tocaba un arpa con sus dedos. Desafiando a mi lógica como sicario —ese lugar debía estar infectado de ratas y de animales bravucones  faltos de modales— accedí al local.

No me equivoqué. Aquel tugurio olía como si hubieran echado diez kilos de pescado muerto sobre sus paredes y hubiesen restregado sus tripas por el suelo. Era tenebroso y el aspecto de sus parroquianos indicaba que a más de uno le haría falta una ducha urgente. Pero hubo algo que me ancló a aquella cueva: ella. Una mujer de mirada angelical y sonrisa perversa que tocaba el arpa en medio de aquel despropósito, mientras lanzaba al aire una de las voces más sensuales que he oído jamás. Sus manos, aquellos dedos largos, de uñas afiladas, acariciando las cuerdas como lo haría con un amante sobre su espalda, me hipnotizaron. Pedí la única bebida que sabía que tendrían y me senté con la cerveza en la silla más próxima a ella.

De pronto, se giró hacia mí y nuestras miradas conectaron. Diría que la escasa iluminación de la taberna se volvió aún más ridícula, pero eso es imposible. La letra de la canción hablaba de un pirata que caía enredado por la belleza de una sirena. Después de seducirlo, ella lo apuñalaba, le arrancaba el corazón y se lo comía. Era la única forma de que la sirena permaneciera en tierra con apariencia humana, argumentaba la melodía. Desde ese momento, sentí que solo me cantaba a mí. Cada frase, cada estrofa, parecía un desafío a mis ganas de arrancarla de esa tarima y hacerla mía en mi camarote. Dejé de pensar como Luca Montenegro, ahora era el Capitán Montenegro, un corsario venido de tierras lejanas, con oro en el bolsillo y un puñal en el pecho. Un marinero que había vuelto a tierra en busca de aquella sirena. Y, cuando terminó la actuación, me levanté, la agarré del brazo y la arrastré a la salida sin esperar respuesta. Lo curioso es que nadie se revolvió para darme un puñetazo ni siquiera ella, cuya respiración agitada y sonrisa me animaron a salir de allí de su mano. Una vez fuera, la apoyé contra la pared y mis labios atraparon los suyos en un baile frenético que no hizo más que confirmar que el deseo era mutuo.

Caminamos hasta mi yate regalándonos caricias y besos, como dos amantes que temen que el reloj les golpee y desean apurar cada segundo. Nos desnudamos en medio de la cubierta y disfrutamos de nuestros cuerpos hasta quedar exhaustos, abrazados el uno junto al otro.

Me dormí con el olor de su pelo y el rugido del mar en mis oídos. Se preparaba tormenta. Enseguida me atacaron las pesadillas. En medio de una lluvia feroz, extrañas figuras marinas ascendían por la proa y reptaban hasta mi camarote. Rodeaban mi cama, me ataban los pies y las manos, y esperaban órdenes de mi compañera de alcoba. Ella había mudado las piernas por una cola de escamas turquesas y se erguía a mi lado. En una mano blandía un cuchillo afilado que sostenía sobre mi pecho. Yo no podía moverme. Ella apretó los labios y se lanzó hacia mí. Cerré los ojos y el filo arañó mi piel. En ese momento me desperté. La chica había desaparecido.

En su lugar, sobre las sábanas revueltas, se hallaba la figura de madera del cartel de la taberna. ¿Qué broma macabra era aquella? ¿Qué me habían puesto en esa cerveza? ¿Dónde estaba ella?

Sin saber qué había ocurrido, decidí lanzar al mar la talla por si el dueño del bar se hubiera dado cuenta de la pérdida y decidía acusarme de robo. La cargué y la arrojé por la borda, junto con el sombrero que me había comprado esa mañana. Al contacto con el agua, la madera se agrietó. Y, en ese momento, me pareció ver una aleta emerger de entre las fisuras, un torso desnudo y unos ojos que me miraron tristes, antes de hundirse hacia el fondo.

No le dije mi nombre, nunca supe el suyo. Aún no sé si fue una pesadilla o si aquella criatura decidió salvar mi vida en el último segundo, renunciando a la suya. Solo sé que conservo un arañazo en mi pecho como el cruel recuerdo de aquel día en el que me convertí en el pirata Montenegro. 

_____________________________________________________________________________

Consejo número ocho: el trabajo te mantiene cuerdo, no necesitas tantas vacaciones. La próxima vez elegiré un destino terrestre.