Al corro de familiares que rodeábamos a mi hermana María, sentada en la mesa del salón, se le unió mi futuro cuñado Julio. La patata me empezó a latir a mil por hora. Porque mi futuro cuñado Julio me pone. Aunque sea gilipollas. Es patético, lo sé, y más en aquella situación, con María eligiendo el menú de su boda y los demás ayudándola con ideas. Con el papel plagado de anotaciones en la mano, María empezó a leer: «De primero, comeremos ensalada tibia de berros…» «¿Nslda?» Julio se sacó de la boca la piruleta que siempre chuperreteaba desde que dejó de fumar. «¡Y una mierda! ¡Comeremos solomillo, como comen los señores!» «¡No seas hortera!» le soltó María. Julio, para poder discutir más a gusto, apoyó la piruleta en una servilleta y le arrebató el papel a María. «Gominolas con forma de naranjitas y limones para los niños», recitó Julio con voz burlona, y añadió: «¿Qué ñoñería es ésta? ¿También van a tener que comer fruta en una boda?» Nadie me miraba: agarré la piruleta y me fui corriendo al baño. Tenía ante mí el objeto que, segundos antes, habían acariciado los labios gordezuelos, lascivos y sensuales de Julio. Soy consciente de lo asqueroso que suena, pero la chupé, sí, la chupé. La piruleta. Un sabor agrio me inundó el paladar: la saliva de Julio era ponzoñosa. Cualquier ensoñación con mi futuro cuñado quedó barrida de un plumazo. Volví al salón. La bronca estaba en pleno apogeo. Sentadita en un rincón, me quedé pensando en las niñas que fuimos, María y yo, en cómo hemos pasado de jugar al corro de la patata a jugarnos la felicidad dando vueltas en torno a un hombre que vale menos que un boniato.
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