Tokyo monogatari

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine

Fotograma de Cuentos de Tokio (1953), de Yasujiro Ozu.


Supongamos —y es sólo un supositorio— que has de escribir algo sobre Tokyo monogatari (Yasujiro Ozu, 1953). ¿Qué puede ya decirse de ella que no se haya dicho mil veces? Que si la cámara situada a la altura del ojo de alguien sentado en un tatami. Que si la práctica ausencia de movimientos de cámara y también escasos primeros planos, como manteniendo una cierta distancia de respeto con el drama que, sin duda, pese a los diferentes conatos de humor, estamos contemplando. Que si su carácter circular, acabando la trama de la película en el mismo lugar en que empezó. Que si profundamente japonesa, pero con toques occidentales. Que si historias, en el tiempo presente, sobre gente común, de la pequeña burguesía. Que si la incursión de costumbres occidentales en el mundo tradicional japonés. Que si la desintegración de la familia tradicional y las diferencias generacionales debidas al inexorable paso del tiempo…

Pero, por suerte, aquí lo que me toca es reflejar momentos de profunda emoción proporcionados por la visión de alguna secuencia de la película, y, por lo tanto, puedo olvidar todo eso y centrarme en esta tarea.

Voy, pues, siguiendo su orden de aparición, a una secuencia que inicialmente puede parecer un interludio de esos, típico de Ozu, que me he dejado arriba de referenciar. En el talud vecino a la casa, en el que los vecinos tienden la ropa, vemos, de lejos, que hay alguien. Ya con la cámara en una posición más cercana podemos observar que se trata de Tomi, la mujer que con su marido ha llegado a Tokio desde su residencia en su originaria Onomichi para visitar a sus hijos mayores, que viven en la ciudad, y a su pequeño nieto. Han salido a pasear juntos. Ella se queda contemplando, embelesada, cómo el crío recoge con cierta habilidad unas flores. Emprende entonces una evidente reflexión sobre el paso del tiempo, un tiempo que pronto pasará a protagonizar su nieto, al que ella debe dejar paso. Una música algo lastimera, a base de violines, redondea el efecto.

Más adelante, Noriko, la nuera de Tomi, viuda del hijo muerto durante la guerra, que es, realmente, la que mejor se porta con los abuelos, interesándose siempre por ellos y sacándolos a pasear, está en su trabajo como administrativa en una oficina cuando recibe por teléfono la noticia de que la anciana, con la que recientemente intimó evocando ambas el emocionado recuerdo de su marido, se está muriendo. La vemos a ella, pensativa, muy afectada por la noticia. Ozu efectúa entonces un cambio a un plano general de la parte trasera de un edificio de oficinas, que hemos de suponer es el de la de Noriko. Ahí se está construyendo un nuevo edificio y las obras provocan un ruido hiriente y ensordecedor, que casa perfectamente con el estado provocado en su cabeza.

Más. La familia y allegados entonan unos cánticos en el funeral de Tomi. Keizo, el hijo pequeño, al que, según hemos visto, le ha fastidiado bastante recibir en Osaka a sus padres, a su regreso de Tokio, abandona el templo desconsolado, consciente por vez primera de su gran pérdida. Noriko acude a ver si está bien y, en la puerta del templo, él expresa su lúcido desconsuelo: «Lo he perdido todo para siempre, y ya nunca podré demostrarle hasta qué punto la quería».

Y una última escena, doble, a para rememorar aquí: Los hijos ya se han marchado hacia sus casas respectivas. Asistimos a una conversación entre Shükichi y Noriko, su nuera, alrededor de la memoria del hijo muerto. Él, mostrándole su gratitud, le entrega a ella el reloj que su mujer llevaba desde joven.

Noriko (la siempre inmejorable Setsuko Hara) regresa a Tokio en tren y contempla el reloj que le ha regalado. Suena el silbato del tren y hay un cambio a otro plano, en el que podemos observar un amplio panorama, con las vías del tren y un río por el que pasa un barco pausadamente, con un sonido que parece el ronco tictac de un reloj. 

El efecto vuelve poco después, tras haber dejado la cámara a Shükichi (el actor asociado por siempre a Ozu, Chishû Ryû) diciendo que los días sin ella se hacen más largos y aparecer en la pantalla la palabra FIN. 

Guardo el pañuelo que ha recogido mis emociones antes de que se encienda la luz de la sala.