El paso por la vida en este planeta de Victorino Feuerbach es apenas perceptible. Hombre discreto, dejó pocas huellas: partida de nacimiento, informe médico de circuncisión y nombramiento como funcionario de Correos. Es intrigante que no se encuentre el certificado de defunción, pero hay una lápida con su nombre en el cementerio de San Ferriol d’Entremón. Debajo del nombre, tres enigmáticas palabras: Alnitak, Alnilam, Mintaka.
Victorino publicó un libro de poesía: Aromas de Venus (Ediciones Uqbar, 1982). Pero, fiel a ese alejamiento del ruido, lo hizo con el pseudónimo de Jaime Farriols. Aromas de Venus no es poesía erótica, como alguien pensaría, sino un enjambre de versos crípticos que remiten a las profecías de Jeremías. En un prólogo sucinto, el autor cuenta que los versos los escribió al dictado de Owoa, ser residente en Venus, pero oriundo de Ummo, y telépata eficaz. Un giro tan inédito como brillante en el pseudoanonimato.
El talante discreto de Victorino no le impidió denunciar al grupo de pop Mecano por su canción “Barco a Venus” (1983), que él se tomó como una burla de su poemario. Salió trasquilado del pleito y fue entonces cuando, acuciado por las deudas por causa de las costas del juicio, se presentó a las oposiciones para Correos. Obtuvo su plaza en San Ferriol y allí ejerció, recorriendo las callejuelas con su bolsa de cuero al hombro, tenaz y eficiente. “Siempre he sido un hombre de letras”, respondió cuando le elogiaron su buen trabajo, y esa es la única broma que se le conoce.
El lector atento se preguntará cómo se puede escribir tanto sobre un hombre tan invisible. Debo revelar mi fuente: en San Ferriol, el tal Feuerbach entabló una buena amistad con Mariángeles Calallonga, farmacéutica y aficionada a la poesía, con quien tenía una cita semanal para hablar de versos y del origen extraterrestre de la especie humana. Aunque todo parece indicar una pretensión oscura de la farmacéutica, muy curiosa: este humilde escritor sospecha que el cartero abría algunas cartas por el método del vapor de agua, y que ese era el único objeto de aquellos encuentros. Tal sospecha se funda en las dos entrevistas que tuve con la señora Calallonga quien, ya mayor, había perdido el arte de la discreción.
Y mis sospechas también se fundamentan en los terribles sucesos del día 2 de abril de 1993 acontecidos en San Ferriol. En aquella fecha, el sargento de la Benemérita Pascualino Althusser acudió a la casa de Feuerbach para hacerle algunas preguntas, ya que un vecino le había denunciado por fisgar en su correo. Victorino se indignó en primera instancia, pero luego, acorralado por la sutil dialéctica del sargento, admitió que algunas cartas habían sido violadas pero que tal delito no era obra suya, sino de Owoa, el ummita residente en Venus. Althusser, hombre paciente hasta entonces, echó mano de los grilletes para detener al cartero. Pero Victorino, aprovechando un descuido de la autoridad, le empujó y salió zumbando con agilidad portentosa.
Cruzó las calles y las plazas y se internó en el bosque. Althusser maldijo la fabada del día anterior, que le mermaba. Pero pudo seguir los pasos del fugitivo ya que, por el camino, el cartero iba soltando sus ropas como un moderno Pulgarcito. Dice el sargento que, en un momento de la persecución escuchó un ruido muy raro que procedía del cielo y vio unas luces naranjas. En un claro del alcornocal, halló los calzoncillos recién abandonados (cosas del olfato detectivesco) y entonces levantó la mirada. Solo le alcanzó para ver un objeto discoidal, plateado, que se alejaba a gran velocidad. Jamás se supo de Victorino y se le dio por muerto.
Años más tarde, Mariángeles Calallonga sufragó su sepelio y afirma que en el ataúd solo están los calzoncillos apresados por el Guardia Civil.
Este su seguro escritor tiene una última sospecha: que fue la señora Calallonga y nadie más quien denunció al cartero, y que lo hizo para encubrir su propia fechoría.